La
especie humana tiene una larga historia. Ello nos ha hecho evolucionar de una
determinada manera, configurando aspectos de nuestras necesidades básicas como
seres humanos. El niño nace programado para sobrevivir en determinadas
condiciones pero también bajo la necesidad de que sus necesidades básicas sean
cubiertas.
Los
vínculos afectivos son una necesidad que forma parte del proyecto de desarrollo
de un niño recién nacido. Si esta necesidad no es satisfecha, el niño,
adolescente, joven o adulto sufrirá de "aislamiento o carencia
emocional".
El
Apego o vínculo afectivo es una relación especial que el niño establece con
un número reducido de personas. Es un lazo afectivo que se forma entre él mismo
y cada una de estas personas, un lazo que le impulsa a buscar la proximidad y
el contacto con ellas a lo largo del tiempo. Es, sin duda, un mecanismo innato
por el que el niño busca seguridad. Las conductas de apego se hacen más
relevantes en aquellas situaciones que el niño percibe como más amenazantes (enfermedades, caídas, separaciones, peleas con otros niños).
Los
vínculos de apego no sólo van establecerse con los padres o familiares directos
sino que pueden producirse con otras personas próximas al niño (educadores,
maestros, etc...).
Si
bien tradicionalmente la figura con la que se establece el vínculo de apego más
fuerte ha sido con la madre, hoy en día asistimos a una acentuación de la
implicación del padre en los cuidados de la primera infancia. La importancia
del buen establecimiento del vínculo de apego, ya en las primeras etapas, va
tener unas consecuencias concretas en el desarrollo evolutivo del niño.
El
vínculo de apego no debe entenderse como una relación demasiado proteccionista
por parte de la madre hacia el bebé, sino como la construcción de una relación
afectiva en la que la atención y los cuidados de la madre en las primeras
etapas (el niño se siente atendido en sus necesidades), va a propiciar la
paulatina adquisición, desde una plataforma emocional adecuada, de los
diferentes aprendizajes y por tanto, de los primeras conductas autónomas.
Sabemos
que vínculos de apego no establecidos debidamente a su tiempo pueden repercutir
en la posterior relación social y con los padres. La confianza, la seguridad en
uno mismo, el respeto al otro, empiezan a construirse antes de lo que creemos. Hoy
en día, por desgracia, es habitual encontrar en la conducta problemática de
muchos adolescentes, vínculos de apego no establecidos desde las primeras
etapas. No se puede construir la relación de los hijos sólo a base de
proporcionarles necesidades materiales. El escucharles, el intentar conectar
con lo que les preocupa en el día a día , el establecer espacios de tiempo y de
calidad de juego con ellos, son vitales para construir una sólida relación
padres-hijos.
Curso
del apego
Fase 1 (desde el
nacimiento a los 2 meses)
En
inicio, los bebés no centran su atención exclusivamente en sus madres y suelen
responder positivamente delante cualquier persona. Sin embargo, los neonatos,
ya vienen al mundo con un cierto número de respuestas innatas diseñadas para
atraer a la madre cerca (llanto) y mantenerla próxima (mostrándose sonriente o
tranquilo). Y aunque, en esta etapa, no esté todavía maduro el vínculo de apego
con la madre o cuidador, sí se ha comprobado que los recién nacidos prefieren
mirar a sus madres que a un desconocido.
Fase 2 (desde los 2
a los 7 meses)
Durante
esta segunda etapa los bebés van consolidando los vínculos afectivos con la
madre, padre o cuidador y dirigen hacia ellos sus respuestas sociales. Aunque
todavía aceptan extraños, les otorgan menor atención.
A
lo largo de este período el bebé y su cuidador desarrollan pautas de
interacción que les permiten comunicarse y establecer una relación especial
entre ellos.
Fase 3 (desde los 7
a los 24 meses)
El
Apego se hace más evidente siendo muy fuerte alrededor de los 2 años. Ahora las
conductas de apego van a configurarse alrededor del desarrollo evolutivo en 2
áreas concretas: la emocional y la del desarrollo físico. Con el mayor nivel de
capacidades cognitivas asumidas en esta etapa, los bebés empiezan a distinguir
lo extraño de lo habitual y ahora suelen reaccionar negativamente ante
situaciones o personas desconocidas. Apartarse de la figura de apego supone
producir protestas por la separación que implican llantos y la búsqueda de la
madre. Por su parte el desarrollo físico (el niño empieza primero a gatear para
luego pasar a la posición erguida y a dar sus primeros pasos), supone adquirir
un control respecto al lugar donde se encuentra. Ahora, si desea no separarse
de su madre, podrá dirigirse hacia ella en lugar de reclamar su presencia
mediante el llanto. El niño gana independencia gracias a sus nuevas capacidades
de locomoción, verbales e intelectuales. Este proceso es siempre conflictivo
porque exige readaptaciones continuas con ganancias y pérdidas de ciertos
privilegios. Por ello suele ir acompañado de deseos ambivalentes de avanzar y
retroceder.
El
apego en etapas posteriores
Los
vínculos de apego van a seguir su curso durante todo el ciclo evolutivo con las
transformaciones y adecuaciones que cada edad requiere. A lo largo de todo el
período escolar se suelen mantener como figuras de apego los padres (la madre,
casi siempre en primer lugar y con carácter secundario los hermanos y otros
familiares). Paulatinamente el niño va tolerando mejor las separaciones cada
vez más largas, el contacto físico no es tan estrecho y las conductas
exploratorias no precisan de la presencia física de las figuras de apego. Sin
embargo, en momentos de aflicción, pueden activarse en gran manera las
conductas de apego con reacciones similares a la de los primeros años.
Durante
la adolescencia las figuras de apego suelen ser, por este orden, la madre (que
sigue en primer lugar), padre, hermano, hermana, amigo y pareja sexual. La
madre sigue siendo la figura central de apego. A diferencia de épocas
anteriores, ahora puede ocurrir que se incorpore como figura de apego, alguna
persona ajena a la familia (amigos).
Progresivamente
los adolescentes se van distanciando más de las figuras de apego y aparece un
cierto rechazo como forma de buscar su propia identidad. El deseo ya no es
estar con las figuras de apego sino que éstas estén disponibles para casos de
necesidad. Es un proceso natural por el que no hay que temer si se han hecho
bien las cosas. El adolescente ha iniciado ya el camino de las relaciones
sociales y los vínculos de amistad que marcan el inicio del camino hacia el
encuentro de la etapa adulta.
Si
la relación de apego se estableció de forma adecuada en los períodos críticos,
el lazo afectivo que vincula a padres e hijos trascenderá a la época
adolescente y es probable que se prolongue toda la vida.
Determinantes
Se
cree que las madres que son más sensibles ante las necesidades de los bebés y
que ajustan su conducta a los de estos, tienen mayores probabilidades de
establecer una relación de apego segura. Estas madres reaccionan rápidamente a
las señales que emiten sus hijos como el reclamo de comida, identificando
cuando están satisfechos y respetando sus ritmos de vigilia-sueño. Ante el
reclamo mediante el llanto son más eficaces en acunar o confortar en sus brazos
al bebé. Son madres cariñosas, alegres y tiernas siendo así percibido por el
niño. Evidentemente no sólo cómo se comporta la madre resulta vital para el
vínculo. La forma en que reacciona el niño, su temperamento, es también
importante en el tipo de relación que se va a establecer. No hay dos bebés iguales.
En el caso de que estos sean de temperamento difícil o irritable puede
favorecer en la madre o cuidador una respuesta menos adecuada y, por tanto,
aumentar las probabilidades de un apego menos seguro.
El grupo primero lo
formaban las madres denominadas autónomas. Estas madres se caracterizaban por presentar una
imagen objetiva y equilibrada de su infancia, siendo conscientes de las
experiencias positivas y de las negativas.
El segundo grupo se
denominó madres preocupadas. Se
caracterizaban por su tendencia a explicar de forma extensa sus primeras
experiencias vitales con un tono muy emocional y, en ocasiones, confuso.
El
grupo tercero lo formaban madres a las que se llamó indecisas. Estas
últimas constituían un grupo que había experimentado algún trauma con la
relación de apego y que aún no han resuelto. Es el caso de los niños
maltratados o que han perdido alguno de los padres.
Algunas
sugerencias para mejorar la vinculación
Primero
debemos tener en cuenta que crear unos lazos afectivos saludables con los hijos
no sólo es cuestión de dedicar más tiempo sino buscar la calidad en esas
relaciones. Es decir, no basta con que estemos cerca de ellos físicamente
durante cierto tiempo sino que haya una relación dual adecuada, de comunicación
y expresión de sentimientos.
La
hipótesis que subyace en este estudio es que los recuerdos y sentimientos de
las madres sobre su propia seguridad de apego se expresarán en sus atenciones
hacia su hijo y así influirá en su relación. Diversos estudios han verificado
que estas clasificaciones son bastante productoras de las pautas de apego que
formarán con sus hijos.
a)
Saber escuchar a nuestros hijos es la
clave
Los
adultos procesamos los problemas de forma diferente a los niños y nuestras
claves de interpretación son sustancialmente diferentes a las que ellos
utilizan. Por tanto ante cualquier demanda del niño debemos tener tiempo para
escucharle. No es tanto solucionar el “problema puntual” de nuestro hijo sino
lanzarle un mensaje muy potente que transciende al propio problema “Tus padres
están ahí para escucharte y ayudarte en lo que necesites”.
Esta
es la mejor base para que los niños crezcan emocionalmente fuertes y reduzcamos
los miedos y conductas desadaptadas a partir del reforzamiento de su propia
seguridad afectiva.
b) La empatía parental
La
capacidad de percibir los signos emocionales del niño por las que manifiesta
sus necesidades de atención afectiva y saberles dar la respuesta adecuada por
parte de los padres es lo que denominamos empatía parental.
Uno
de los principales obstáculos para que los padres escuchen a sus hijos es que
dedican buena parte de su comunicación a reprenderles o a recordarles las
normas de conducta que se esperan de ellos. Es muy fácil marcar conductas y
diferenciar entre lo aceptable y lo inaceptable. Pero, si no sabemos
interpretarlos, si no somos capaces de leer en clave emocional muchas de estas
manifestaciones, es probable que no se sientan respetados ni comprendidos y por
tanto, no solucionemos el problema. Ello es especialmente importante durante la
adolescencia.
c)
El concepto de Resilencia parental
La
Resilencia es un concepto que hace referencia a la capacidad de ciertas
personas, también en los niños, para hacer frente a los factores y
circunstancias adversas que nos depara la vida.
Los
sujetos con resilencia son capaces de seguir construyendo su futuro de forma
equilibrada y sana pese a las experiencias difíciles, los traumas vividos y las
carencias afectivas tempranas. Podríamos decir que hay un cierto aprendizaje de
las malas experiencias y un deseo que impulsa a estas personas a construir
estrategias alternativas para llegar a funcionar mejor en todos los ámbitos,
incluido el familiar, pese a las circunstancias adversas.
La
resilencia es, por tanto, una de las habilidades básicas fundamentales
deseables y esperables en los padres. No obstante, el desarrollo de esta
capacidad es posible tanto para los padres como para los hijos y de su
establecimiento en los más pequeños va a depender de la existencia de una
parentalidad sana, competente y que sirva de modelo adecuado.
Los
padres resilientes tienen la capacidad de establecer un vínculo afectivo
(apego) en definitiva, tienen la capacidad de tomar el timón de sus vidas,
saben identificar y analizar las situaciones problemáticas que afectan a la
familia y tomar las decisiones oportunas con solicitud de ayuda si lo
consideran necesario. Esto no lo hacen tanto desde el desánimo sino como de la
voluntad e iniciativa de cambiar las cosas por el bien de toda la familia.
d) Aprender a hablar de nuestros
sentimientos y emociones
En
los espacios comunes, cuando escuchemos y hablemos con nuestros hijos, debemos
ser capaces de introducir el factor emocional. Debemos enseñarles a identificar
sus emociones para que así puedan encauzarlas debidamente. Para ello debemos
atender a lo que hace cada día (ir al colegio, de excursión, etc.), pero
fundamentalmente a cómo se ha sentido en las diversas situaciones (triste,
alegre, enfadado, rabioso, etc.).
Enseñarles
a hablar acerca de sus sentimientos supone un buen recurso para construir una
personalidad sana.
Un
buen momento también para hablar de las emociones es cuando nuestro hijo ha
tenido algún berrinche o mala conducta en casa. En estos casos es mejor dejar
los “razonamientos” para más tarde cuando las cosas han vuelto a la normalidad.
Un buen momento puede ser por la noche justo antes de acostarse. Entonces
podemos analizar lo ocurrido y sacar las emociones de unos y otros. Los padres
pueden manifestar su tristeza y decepción por la conducta de su hijo y éste
explicará cómo se ha sentido antes y después de lo ocurrido. Todo ello
independientemente de la sanción o castigo que hayan determinado los padres.
e)
Ser coherentes y predecibles
Los
padres son los referentes y los modelos principales hasta, al menos, la
adolescencia.
Construir
lazos afectivos significa también crear un entorno coherente y predecible. Si
exigimos a nuestros hijos comportamientos o actitudes que son contrarias a
nuestra propia forma de actuar, crearemos dudas y desorientación.
Es
aconsejable que incluso cuando se dan conflictos serios entre la pareja, seamos
capaces de consensuar unas líneas educativas comunes de actuación con ellos
independientemente de nuestras diferencias como adultos.
En
caso de separaciones sabemos que uno de los peores peligros que tienen nuestros
hijos es el trato diferencial y la manipulación en contra del otro por parte de
algunas personas irresponsables o egoístas dado que anteponen sus propios intereses
a los del hijo en común.
f)
Fomentar los estilos democráticos
Este
estilo educativo denominado "democrático" y considerado como el
óptimo, según algunos estudios, se caracteriza por que el niño se siente amado
y aceptado, pero también comprende la necesidad de las reglas de conducta y las
opiniones o creencias que sus padres consideran que han de seguirse. Como
padres debemos saber ser generosos pero, a la vez, es imprescindible establecer
límites claros a las conductas y demandas de nuestros hijos. Si así no se hace,
las demandas aumentarán y la percepción del niño será de que tiene el control
sobre nosotros y que sus solicitudes son derechos reales a los que no tiene por
qué renunciar.
Reforzar
la vinculación y proporcionales afecto no significa ceder a todas sus demandas.
g)
Incrementar los tiempos de ocio juntos
Dedicar
más tiempo con los hijos es siempre una buena elección pero deberemos también
buscar una mejora en la calidad del mismo. De nada nos servirá estar todo el
día con nuestros hijos si ello no nos proporciona espacios comunes de juego y
comunicación. Los juegos familiares, la lectura de cuentos a los más pequeños,
el poder hablar de temas de su interés a los adolescentes, etc. son actividades
esenciales para potenciar los lazos afectivos.
Es
también muy importante hablar sobre lo que sucede y nos preocupa en el día a
día. Actualmente la televisión, las nuevas tecnologías, etc, nos roban espacios
comunes y se hace más difícil el intercambio de experiencias entre padres e
hijos. Hay que buscar o crear los espacios necesarios si no existen.
"El éxito de
nuestros hijos en un futuro no dependerá de lo que les hemos podido dar
materialmente, sino de la intensidad y calidad de las relaciones afectivas que
hemos sido capaces de construir con ellos desde la infancia.”
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