miércoles, 4 de diciembre de 2019

El Paciente Narcisista casi Intratable

El trastorno narcisista de personalidad se presenta, clínicamente, en tres niveles de gravedad. Los casos más leves, que parecen “neuróticos”, suelen presentar indicaciones para el psicoanálisis. Consultan típicamente sólo por un síntoma significativo, que parece tan vinculado a su patología de carácter que todo, excepto el tratamiento de su trastorno de personalidad, parecería inadecuado. Por el contrario, otros pacientes narcisistas a este nivel presentan síntomas que pueden ser tratados sin esfuerzo para modificar o resolver su estructura de personalidad narcisista. 
Todos estos pacientes parecen funcionar muy bien, en general, aunque presentan típicamente problemas significativos en relaciones íntimas a largo plazo, y en interacciones profesionales o laborales a largo plazo. Un segundo nivel de gravedad refleja el síndrome narcisista típico, con las diversas manifestaciones clínicas que describiremos más abajo. Estos pacientes necesitan, definitivamente, tratamiento para su trastorno de personalidad, y aquí la elección entre tratamiento psicoanalítico estándar y psicoterapia psicoanalítica depende de las indicaciones y contraindicaciones individualizadas. En un tercer nivel de gravedad, los pacientes con trastorno narcisista de personalidad funcionan a un nivel abiertamente borderline: además de todas las manifestaciones típicas del trastorno narcisista de personalidad, estos pacientes también presentan una carencia general de tolerancia a la ansiedad y control de los impulsos, así como una severa reducción en las funciones sublimatorias (es decir, en la capacidad para la productividad o la creatividad más allá de la gratificación o las necesidades de supervivencia). Estos pacientes normalmente muestran un fallo grave y crónico en su trabajo y su profesión, y fracaso crónico en sus intentos de establecer o mantener relaciones amorosas íntimas. En este mismo nivel de gravedad, otro grupo de pacientes no muestra rasgos abiertamente borderline, pero sí presentan una significativa actividad antisocial, que, previsiblemente, los sitúa en la misma categoría que aquellos que funcionan a un nivel borderline.

Todos estos pacientes gravemente narcisistas pueden responder a una psicoterapia psicoanalítica, centrada en la transferencia, a menos que, por razones específicas para cada individuo, este enfoque pareciera contraindicado, en cuyo caso el tratamiento de elección podría ser un enfoque más de apoyo o cognitivo-conductual (Kernberg, 1997; Levy y col., 2005). Los pacientes cuya conducta antisocial es predominantemente pasiva y parasitaria presentan menos amenaza para sí mismos y para el terapeuta que aquellos que presentan una severa conducta suicida y parasuicida, o ataques violentos contra los otros. La agresión contra los otros o contra uno mismo es típica de la conducta antisocial de tipo agresivo, especialmente cuando estos pacientes cumplen los criterios para el síndrome de narcisismo maligno. Ese síndrome incluye, además del trastorno narcisista de personalidad, una grave conducta antisocial, importantes tendencias paranoides, y agresión egosintónica (esta última puede dirigirse contra uno mismo o contra los otros).

Revisemos ahora, brevemente, los rasgos dominantes del trastorno narcisista de la personalidad tal como se representan típicamente, especialmente en el nivel intermedio o segundo en gravedad (Kernberg, 1997).

1.    Patología del self: estos pacientes muestran un egocentrismo excesivo, excesiva dependencia de la admiración de los otros, predominio de fantasías de éxito y grandiosidad, evitación de realidades que sean contrarias a la imagen inflada que tienen que sí mismos, y episodios de inseguridad que perturban su sentimiento de grandiosidad o de ser especiales.

2.    Patología de la relación con los otros: estos pacientes sufren una envidia desorbitada, consciente e inconsciente. Muestran avaricia y conducta explotadora hacia los otros, se sienten con derecho, devalúan a los otros, y son incapaces de depender realmente de ellos (en contraste con necesitar su admiración). Muestran una falta llamativa de empatía con los demás, superficialidad en su vida emocional, y carecen de capacidad para comprometerse con las relaciones, objetivos o propósitos conjuntos con los otros.

3.    Patología del superyó (sistemas de valores internalizados conscientes e inconscientes): en un nivel relativamente más leve, los pacientes muestran un déficit en su capacidad para la tristeza y el duelo; su autoestima está regulada por graves cambios de humor en lugar de estarlo por una autocrítica limitada y focalizada: parecen estar determinados por una cultura de la “vergüenza” en lugar de por una cultura de la “culpa”; y sus valores tienen una calidad infantil. La patología más grave del superyó, además del duelo defectuoso, supone conducta antisocial crónica y una irresponsabilidad significativa en las relaciones. Una falta de consideración hacia los otros descarta cualquier capacidad de culpa o remordimiento por dicha conducta devaluadora. El narcisismo maligno, un síndrome específico mencionado previamente, refleja una patología severa del superyó caracterizada por la combinación de trastorno narcisista de personalidad, conducta antisocial, agresión egosintónica (dirigida contra uno mismo y/o contra otros), y marcadas tendencias paranoicas.

4.    Un estado básico del self en estos pacientes es un sentimiento crónico de vacío y aburrimiento, lo que resulta en hambre de estímulos y el deseo de estimulación artificial de la respuesta afectiva por medio de drogas o alcohol, que predispone al abuso de sustancias y la dependencia de las mismas.

Los pacientes con trastorno narcisista de la personalidad pueden presentar complicaciones típicas de este trastorno, incluyendo promiscuidad o inhibición sexual, dependencia de drogas o alcoholismo, parasitismo social, tendencias suicidas o parasuicidas graves (tipo narcisista), y, bajo condiciones de estrés y regresión severos, la posibilidad de desarrollos paranoides significativos y breves episodios psicóticos.

Cuestiones técnicas generales en el tratamiento del trastorno narcisista de personalidad

Como he apuntado, las indicaciones para distintas modalidades narcisistas y otras formas de tratamiento dependen de la gravedad de la enfermedad y la combinación individual de síntomas y patología de carácter. Las técnicas generales de psicoanálisis y psicoterapia psicoanalítica estándar tienen que ser modificadas o enriquecidas con enfoques específicos para manejar los vínculos de transferencia-contratransferencia (Koenisberg y col., 2000). Sin explorar más aquí las diferencias generales entre estas modalidades de tratamiento o sus indicaciones respectivas, especificaré temas concretos que típicamente emergen en el tratamiento de pacientes narcisistas y que se vuelven especialmente dominantes en los encuentros con los “pacientes narcisistas casi intratables” que presentaré. Estos temas requieren enfoques técnicos específicos, que se basen en todo el espectro de tratamientos psicoanalíticamente derivados, que también describiré.

Una cuestión nuclear para los pacientes narcisistas es su incapacidad de depender del terapeuta, porque esa dependencia se siente como humillante. Se defienden de ese miedo a la dependencia, a menudo inconsciente, con intentos de controlar omnipotentemente el tratamiento (Kernberg, 1984; Rosenfeld, 1987). Clínicamente, esto toma la forma del afán del paciente por el “autoanálisis”, como opuesto a la colaboración con el terapeuta para dar lugar a la integración y la reflexión. Estos pacientes tratan al terapeuta como si fuera una “máquina expendedora” de interpretaciones, de las que entonces se pueden apropiar, sintiéndose, al mismo tiempo, decepcionados por no recibir interpretaciones suficientes, o no del tipo adecuado, desestimando todo lo que podrían aprender de él. Por esta razón, el tratamiento a menudo mantiene una cualidad de “primera sesión” durante un periodo prolongado. Los pacientes narcisistas se muestran intensamente competitivos con el terapeuta, y sospechan de lo que consideran la actitud indiferente o explotadora de éste hacia ellos. No pueden concebir al terapeuta como espontáneamente interesado y honestamente preocupado por ellos; como resultado, muestran una devaluación y desprecio significativos hacia el terapeuta.

Los pacientes narcisistas también pueden mostrar una idealización defensiva del terapeuta, considerándolo “el mejor”, pero dicha idealización es frágil y puede hacerse añicos rápidamente por la devaluación y el desprecio. También puede formar parte del control omnipotente que conviene a su grandiosidad, en tanto que estos pacientes intentan forzar inconscientemente al terapeuta para que siempre sea convincente y brillante, pero no superior a ellos, puesto que esto generaría envidia. Necesitan que el terapeuta mantenga su “brillantez” para protegerse a sí mismo de la tendencia de los pacientes a devaluarlo, que una vez actuada los dejaría sintiéndose totalmente perdidos y abandonados en el tratamiento.

Un rasgo importante de todas estas manifestaciones es la envidia consciente e inconsciente del terapeuta, el sentimiento consistente por parte del paciente de que sólo puede haber una persona genial en la habitación, que necesariamente despreciará a la otra, inferior a ella. Esta creencia motiva que el paciente intente estar por encima, aun a riesgo de sentirse abandonado debido a la pérdida del terapeuta devaluado. La envidia al terapeuta es al mismo tiempo una fuente interminable de resentimiento por lo que el terapeuta tiene que dar, y adopta muchas formas. La más importante es la envidia de la creatividad del terapeuta, del hecho de que puede entender creativamente al paciente en lugar de ofrecer respuestas manidas y estereotipadas que puedan ser memorizadas por el paciente. También se envidia la capacidad del terapeuta para invertir en una relación, capacidad de la que el paciente sabe que carece. La consecuencia más importante de estos conflictos en torno a la envidia son reacciones terapéuticas negativas: típicamente el paciente se siente peor tras una situación en la que reconoció claramente haber sido ayudado. El resentimiento envidioso del terapeuta puede ser actuado en diversas formas, incluyendo el enfrentar a un terapeuta con otro; la pseudoidentificación agresiva en la cual el paciente desempeña el papel del terapeuta en una interacción destructiva con terceras partes; y, con bastante frecuencia, el que el paciente construya la idea de que sólo él es la causa de su progreso.

El análisis del self idealizado y las representaciones de objeto idealizadas que se consolidan conjuntamente en el self grandioso patológico de estos pacientes tiende a reducir gradualmente tanto la grandiosidad en la transferencia como la pseudointegración de ese self, y trae a la transferencia las relaciones objetales primitivas internalizadas y los investimentos afectivos primitivos que las asisten. Este desarrollo se muestra clínicamente en el descubrimiento de las reacciones agresivas como parte de esas relaciones objetales primitivas, incluyendo la conducta suicida y parasuicida en la identificación inconsciente con objetos hostiles poderosos: la “victoria” de estas representaciones objetales primitivas sobre el terapeuta puede ser simbolizada por la destrucción del cuerpo del paciente.

Las tendencias suicidas crónicas de los pacientes narcisistas tienen una cualidad premeditada, calculada, fríamente sádica, que difiere de la cualidad suicida impulsiva, “decidida sobre la marcha”, de los pacientes borderline normales (Kernberg, 2001). La proyección de representaciones objetales persecutorias en el terapeuta en forma de transferencias paranoides severas también puede llegar a ser predominante, así como una forma de rabia narcisista que expresa el sentirse con derecho y el resentimiento envidioso. “Robar” al terapeuta puede tomar la forma de aprender su idioma y aplicarlo a los demás, o puede mostrarse en el síndrome de perversidad, en el que lo que se recibe del terapeuta como una expresión de interés y compromiso se transforma malignamente en una expresión de agresión hacia los demás. La corrupción de los valores del superó puede ser actuada como conducta antisocial que el paciente percibe inconscientemente como causada por la irresponsabilidad del terapeuta en lugar de por él mismo.

La actitud narcisista de sentirse con derecho, y la incorporación ávida de lo que el paciente siente que se le niega puede tomar la forma de transferencias aparentemente eróticas, demandas de ser amado por el terapeuta, o incluso esfuerzos por seducir al terapeuta como parte de un esfuerzo global por destruir su rol. Éstas son complicaciones severas, muy distintas de las transferencias eróticas de los pacientes neuróticos.

Cuando tiene lugar la mejoría, la envidia severa suele disminuir y comienza a emerger la capacidad de gratitud en las relaciones transferenciales y extratransferenciales, especialmente en la relación con compañeros íntimos sexuales. La envidia al otro género es un conflicto inconsciente dominante en las personalidades narcisistas, y la disminución de esta envidia permite una disminución de las actitudes devaluadoras inconscientes hacia las parejas íntimas y, por tanto, una mayor capacidad de mantener relaciones amorosas. Los pacientes narcisistas pueden volverse más tolerantes con sus sentimientos de envidia sin tener que actuarlos, y el darse cada vez más cuenta de los mismos permite que disminuyan gradualmente las tendencias a la devaluación defensiva. El desarrollo de sentimientos más maduros de culpa y de preocupación por las actitudes agresivas y explotadoras indica la consolidación del superyó y la profundización de las relaciones objetales. A veces, sin embargo, el superyó, ahora integrado, es tan sádico como para ocasionar depresión severa en estos pacientes según empieza a mejorar su patología de carácter.

En condiciones óptimas, los pacientes que han sentido predominantemente durante un período de tiempo prolongado transferencias psicopáticas (una convicción de la falta de honestidad del terapeuta, o falta de honestidad y decepción consciente por parte del paciente) pueden cambiar a transferencias paranoides contra las que las transferencias psicopáticas han constituido una defensa. Más adelante, esas transferencias paranoides (relacionadas con la proyección de representaciones objetales persecutorias y precursores del superyó sobre el terapeuta) pueden transformarse en transferencias depresivas, cuando el paciente empieza a ser capaz de tolerar sentimientos ambivalentes y de reconocer su experiencia de sentimientos intensamente positivos e intensamente negativos hacia el objeto de vergüenza (Kernberg, 1992).

Tal vez el desarrollo de la transferencia más difícil de manejar es el de los pacientes con agresión extremadamente intensa que puede presentarse como conducta suicida y parasuicida casi incontrolable fuera de las sesiones, y como transferencias sadomasoquistas crónicas en las sesiones. En el último caso, el paciente ataca sádicamente al terapeuta durante un periodo prolongado, intentando claramente provocar en él una respuesta similar. Si el terapeuta se ve obligado a ello, el paciente lo acusa entonces de ser agresivo y destructivo. En todo esto, el paciente se siente como una víctima indefensa del terapeuta. A este desarrollo de una relación masoquista secundaria con el terapeuta puede seguirlo, a su vez, la agresión dirigida hacia uno mismo en la que el paciente se acusa exageradamente de “maldad”, sólo para volver al final a la conducta sádica hacia el terapeuta, reiniciando, así, el ciclo. Aquí el enfoque técnico implica señalarle al paciente estos patrones de verse a sí mismo y al otro como agresor o víctima en la transferencia, con frecuentes inversiones de roles.

Otra manifestación de la agresión severa en la transferencia es el síndrome de arrogancia, presente con bastante frecuencia en las personalidades narcisistas que funcionan a un nivel claramente borderline: una combinación de conducta arrogante intensa, extrema curiosidad hacia el terapeuta y su vida pero poca hacia sí mismo, y “pseudoestupidez”, incapacidad de aceptar ningún argumento lógico, racional (Bion, 1967). El principal propósito defensivo de este síndrome es proteger al paciente contra cualquier conciencia de la intensa agresión que lo controla. El afecto agresivo se expresa en la conducta, en lugar de en un proceso representacional afectivamente marcado.

Si bien estos desarrollos transferenciales pueden emerger en cualquier modalidad de tratamiento, la ventaja de las psicoterapias psicodinámicas y el psicoanálisis, cuando estén indicados, es que pueden permitir la resolución de estas manifestaciones transferenciales por medio del foco interpretativo. Por el contrario, los tratamientos de apoyo y cognitivo-conductuales pueden controlar y reducir los efectos más severos de estos desarrollos transferenciales sobre la relación con el terapeuta, pero su control inconsciente continuado de la vida del paciente sigue siendo un problema importante. Los enfoques de apoyo y cognitivo-conductuales pueden reducir, mediante la educación combinada con una actitud general de apoyo, la naturaleza inapropiada de las interacciones del paciente en el trabajo o en el ámbito laboral. Sin embargo, en mi experiencia, el trabajo en este nivel no es suficiente para modificar la incapacidad de estos pacientes para establecer relaciones amorosas profundas, y para mantener relaciones íntimas gratificantes en general. Y, con no poca frecuencia, los complicados desarrollos evolutivos descritos más arriba pueden socavar los enfoques de apoyo o cognitivo-conductuales. Por tanto, cuando parece razonable creer que el paciente puede tolerar un enfoque analítico, independientemente de la gravedad de la sintomatología, esa indicación generalmente tiene un pronóstico positivo. Sin embargo, como veremos en la siguiente sección, dicho enfoque analítico tiene límites definidos.

Hay referencias en la literatura psicoanalítica, especialmente dentro de la tradición kleiniana, que indican el éxito terapéutico al utilizar enfoques analíticos sin modificar con pacientes narcisistas gravemente enfermos (Bion, 1967; Spilliuis, 1988; Spillius y Feldman, 1989; Steiner, 1993). El trabajo de Steiner, especialmente, se refiere claramente al análisis de los pacientes narcisistas, a quienes él designa como presentando una “organización patológica”; Hinshelwood (1994) apunta al uso de este término en la literatura kleiniana en referencia a las “personalidades inaccesibles”. Un problema, sin embargo, es que la descripción general de dichos pacientes en esa literatura suele carecer de información suficientemente detallada sobre su sintomatología general y características de personalidad, haciendo difícil compararlos con los pacientes a quienes nos referimos en nuestro trabajo en Coronel. Además, las descripciones sutiles y convincentes en la literatura kleiniana de un las interpretaciones transferenciales con estos pacientes transmiten un sentimiento de su eficacia que deja abierta la cuestión más amplia de la eficacia del tratamiento de amplio rango y, así, no nos permite especificar indicaciones y contraindicaciones.

Hemos sido fuertemente influenciados por los insights clínicos de la escuela kleiniana, pero nos preguntamos si sus fragmentos clínicos podrían no estar principalmente extraídos de casos exitosos, con poca atención a los casos no aceptados, no exitosos o interrumpidos. Por supuesto, la mayoría de los analistas, de cualquier orientación, tienden a mencionar sólo en privado los casos que no han sido exitosos, o los casos que han rechazado por demasiado problemáticos. En este artículo, por el contrario, me centro específicamente en los casos más severos dentro del espectro narcisista, en el contexto de una cuidadosa evaluación de los síntomas, la personalidad y los desarrollos de largo alcance, y a la experiencia de éxito y de fracaso en ellos.

La presentación típica de los pacientes “imposibles”

Los aspectos pronósticos negativos a menudo se hacen evidentes durante la evaluación inicial de los pacientes, pero todos estamos familiarizados con casos en los cuales, a pesar de la cuidadosa recogida y evaluación de la historia, la información importante emerge sólo una vez que ha comenzado el tratamiento, alterando nuestras impresiones iniciales diagnósticas y de pronóstico. Existen, sin embargo, manifestaciones típicas, identificables en la evaluación clínica, de lo que finalmente pueden suponer obstáculos casi insalvables para el tratamiento. Los siguientes casos reflejan esas señales frecuentes de peligro.

Fracaso laboral crónico a pesar de un gran bagaje formativo y gran capacidad

Son pacientes que durante muchos años han trabajado por debajo de su nivel de formación y su capacidad, y a menudo son propensos a un estatus “discapacitado” de modo que deben ser cuidados por sus familias (si éstas pueden ayudarlos) o por el sistema público de ayudas sociales. Dicha dependencia crónica de la familia o de un sistema de apoyo social representa un importante beneficio secundario de la enfermedad, una de las principales causa de fracaso del tratamiento. En los Estados Unidos, al menos, estos pacientes son grandes consumidores de servicios sociales y terapéuticos; sin embargo, si se pusieran bien, no estarían ya cualificados para obtener los apoyos que mantienen su existencia. Estos pacientes acuden a tratamiento, consciente o inconscientemente, no porque estén interesados en mejorar, sino para demostrar al sistema social su incapacidad de mejorar y, por tanto, su necesidad de seguir recibiendo apoyo. Puesto que normalmente se les requiere que estén en algún tipo de tratamiento para obtener una vivienda social, SSI [N. de T.: pago de subsidio social], SSD [N. de T.: seguridad social médica], y otros beneficios, van de programa en programa, de terapeuta en terapeuta. Michael Stone, un miembro senior de nuestro Instituto de Trastornos de la Personalidad en Cornell, ha concluido que, a fines prácticos, si un paciente fuera capaz de ganar trabajando al menos 1,5 veces la cantidad que está recibiendo de los sistemas de asistencia social, podría ser la oportunidad de que finalmente se viera motivado a volver a trabajar. De otro modo, el beneficio secundario de la enfermedad puede pesar más (Stone, 1990).

La psicodinámica subyacente de esta situación varía de un caso a otro. Hay pacientes que estarían dispuestos a trabajar si inmediatamente se convirtieran en directores de una importante industria, o en líderes dentro de su profesión. Consideran la necesidad de empezar en una posición “inferior” como una humillación intolerable. Hay muchos pacientes que prefieren obtener prestaciones sociales antes que soportar la “humillación” de trabajar en una posición subordinada. Hay casos en cuya dinámica el aspecto dominante es la ira inconsciente porque se espera que cuiden de sí mismos. Son pacientes que sienten que dados los graves traumas o frustraciones que han padecido, merecen un tratamiento especial en la vida; volverse activos en su propio nombre significaría renunciar a esa expectativa vengativa.

Conscientemente, estas dinámicas pueden mostrarse sólo como la emergencia de síntomas graves de angustia o incluso depresión siempre que estos pacientes intentan trabajar. A menudo son pacientes que han aprendido de memoria todos los síntomas de los trastornos de ansiedad, que afirman por una parte que tienen un trastorno de ansiedad crónico por el que deben recibir tratamiento psicofarmacológico continuado y, por otra, que incluso con el uso de medicación, la angustia se vuelve incontrolable siempre que intentan trabajar. Esta emergencia específica de angustia grave cuando se contempla cualquier posibilidad de trabajo es especialmente ominosa. Hay aún otros pacientes en cuya patología predominan los aspectos antisociales; mientras puedan explotar a su familia o a la sociedad, les parece de tontos -y, por tanto humillante- trabajar.

Esta condición de fracaso en el mundo laborar puede fusionarse con fantasías grandiosas de capacidades y de éxito que permanecen indiscutidas en tanto el paciente no se convierte en parte de la fuerza de trabajo: la racionalización de este patrón de parasitismo social puede incluir una profesión fantaseada o un talento que el paciente tiene que nadie ha reconocido hasta ahora: el pintor desconocido, el autor inhibido, el músico revolucionario. A menudo dicho paciente está perfectamente dispuesto a entrar en tratamiento en tanto otra persona lo pague, y lo abandonará cuando esto ya no sea posible, aun si el tratamiento podría continuar si el paciente quisiera y pudiera tener un empleo remunerado.

Caso 1. El paciente, un hombre a final de los cuarenta de una familia aristocrática de Gran Bretaña, había estudiado en importantes universidades de Estados Unidos y había emprendido una carrera empresarial. Allí, a pesar de las excelentes recomendaciones y las conexiones sociales, no había conseguido progresar debido a su conducta arrogante, demandante y sutilmente irresponsable. Habiendo perdido importantes promociones, cambió de una empresa a otra, creándose finalmente la reputación de alguien en quien no se podía confiar para una posición de liderazgo. Se casó con una mujer de negocios que había conocido en uno de sus negocios, que, originariamente, estaba en una posición subordinada a la suya; sin embargo, mediante su inteligencia y el trabajo duro, ella había conseguido ser promovida a posiciones superiores.

Su mujer, finalmente, lo sobrepasó en el mundo de la empresa, con lo cual él se retiró completamente del trabajo. Comenzó a beber, se deprimió y desarrolló los síntomas hipocondríacos que motivaron que buscara tratamiento primero con internistas, tras cual fue referido para tratamiento psiquiátrico. Tras breves encuentros psicoterapéuticos con diversos psiquiatras, todos los cuales desechó por parecerle inútiles, comenzó el psicoanálisis. En ese momento llevaba varios años sin trabajar. Vivía de una herencia que rápidamente iba disminuyendo y de la privilegiada situación financiera de su esposa, al tiempo que estaba resentido por su dependencia de ella, resentimiento que actuaba manteniendo breves relaciones con una serie de mujeres.

Presentaba un trastorno de personalidad narcisista bastante típico, y la transferencia con su analista evolucionó rápidamente a alternar entre manifestaciones de intensa envidia y devaluación. Percibía a su analista como un hombre de negocios exitoso y despiadado a quien odiaba, una actitud similar a los sentimientos dominantes que albergaba hacia su mujer y, en un nivel más profundo, hacia su madre, dominante, egocéntrica y “aristocrática”. En otras ocasiones percibía al analista como un profesional fracasado, incompetente e “hipócrita”, un aspecto proyectado de la imagen que tenía de sí mismo, mientras que se identificaba con la superioridad grandiosa que había percibido en su madre. El tratamiento se convirtió en una fuente importante de beneficio secundario porque, mientras siguiera padeciendo depresión e inseguridad, “no tenía sentido” para él trabajar y, así, podía evitar el profundo sentimiento de humillación de tener que reconocer su fracaso profesional como consecuencia de su conducta. Lo que es tal vez más importante, cualquier intento de resucitar su carrera necesitaría aceptar lo que él consideraría una posición de bajo nivel, lo que representaría otra humillación intolerable. Sólo tras un impasse en el tratamiento, y la subsiguiente insistencia del analista para volver a trabajar como precondición para continuar el tratamiento, la situación cambió, dando lugar a un absoluto despliegue de sentimientos de odio y humillación en la transferencia, y a abrir la posibilidad de elaborar su estructura narcisista en ese contexto. Su sentimiento de humillación por tener que trabajar en una posición “inferior”, la fantasía de que el analista estaba despreciándolo por eso, y su resentimiento envidioso por la “vida mejor” del analista fueron elaborados gradualmente, y finalmente permitieron la emergencia de la gratitud por la paciencia del analista, y la dependencia auténtica de una imagen materna amorosa. Este desarrollo en la transferencia dio lugar, a su vez, a una mejoría importante en los sentimientos hacia su esposa, y en su relación con ella. En el momento de la terminación había mejorado enormemente.

Caso 2. Una mujer de veintipocos años, residente médica de segundo año, fue referida a análisis debido a graves problemas en la relación con sus colegas, supervisores y pacientes. El diagnóstico fue una personalidad narcisista, y comenzó el psicoanálisis conmigo bajo un acuerdo que hizo con su padre, por el que él pagaría el tratamiento hasta que ella terminara la residencia, momento en el que ella asumiría la responsabilidad si el tratamiento no estaba completado en ese momento. Me dejó claro desde el principio que pensaba que el tratamiento era inútil y pasado de moda, y que estaba dispuesta a intentarlo sólo mientras no tuviera que pagar por ello.

El análisis de esta provocadora devaluación del analista, que en su momento yo consideré una defensa narcisista contra la dependencia, abrió la compleja dinámica de su trasfondo familiar. Describía a su madre como extremadamente controladora y, sin embargo, absolutamente desinteresada en lo que su hija estaba implicada y cuáles eran sus sentimientos y a su padre, que apoyaba totalmente a su mujer, como agradable pero impotente. La paciente dijo que, sin embargo, había aprendido a manipularlo y poder utilizarlo así para liberarse del control de la madre sin enfrentarse abiertamente a ella. La manipulación, el carácter engañoso, y el control implacable dominaban las interacciones de la paciente con sus padres y con su hermana menor. Yo había esperado elaborar gradualmente su devaluación de mí mediante el análisis de su repetición transferencial de la constelación familiar. Dos años después, sin embargo, cuando se acercaba la graduación como residente médica y revisamos dónde se hallaba, y cuáles serían los acuerdos futuros para su análisis, la paciente, aun reconociendo que le iba mucho mejor en su trabajo y que sus profesores habían notado su mejoría, estaba, sin embargo, convencida de que había logrado todo esto por sí misma. Decía “de ningún modo” en cuanto a que el análisis la hubiera ayudado y, por supuesto, terminaría el análisis el día que su padre dejase de pagar por él. Esto fue exactamente lo que sucedió, ¡un resultado que sirve como formidable testimonio del poder de las defensas narcisistas frente a la vulnerabilidad y la dependencia!

El enfoque terapéutico en estos casos debe incluir intentos de eliminar o, al menos, reducir los beneficios secundarios de la enfermedad. Yo señalaría al paciente que la implicación activa en el trabajo y sus experiencias interactivas relacionadas con esto y aceptar la responsabilidad de financiar el tratamiento son esenciales si se trata de ayudar al paciente, y que dicho compromiso es una condición previa para llevar a cabo una psicoterapia psicoanalítica. Dependiendo de la situación, podría concederle al paciente un periodo de tiempo, digamos de tres a seis meses, para lograr este objetivo, con una clara comprensión de que, de no ser así, el tratamiento se interrumpirá. Esta condición constituye un establecimiento de límites que se convierte en parte del marco de tratamiento y, por tanto, requiere desde el principio la interpretación de sus implicaciones transferenciales. Hablando en términos prácticos, estas interpretaciones pueden centrarse en la motivación inconsciente para rechazar trabajar, la prominencia del beneficio secundario, el posible resentimiento hacia el terapeuta por amenazar el equilibrio del paciente y los aspectos autoderrotantes del paciente implicados en que se niegue el bienestar, el éxito, el respeto a sí mismo, y el enriquecimiento de la vida que proviene de la implicación exitosa y creativa con el trabajo propio.

Con esta modificación en la técnica, a menudo es posible vencer al beneficio secundario de la enfermedad. En muchos casos, sin embargo, el paciente encontrará infinitas excusas para no trabajar, e incluso puede pedir ayuda a terceras partes (por ej. trabajadores sociales o asistentes sociales) que pueden llamar la atención del terapeuta ante el hecho de que sus “demandas excesivas” están incrementando los problemas y síntomas del paciente. En distintos sistemas sociales y acuerdos de seguros de salud, el beneficio secundario de la enfermedad puede aparecer de distintos modos, pero he podido observar esta dinámica en un amplio espectro de contextos sociales en diferentes países, incluyendo Austria, Finlandia y Alemania.

Arrogancia generalizada

Este síntoma puede dominar en pacientes que, si bien reconocen que tienen problemas y síntomas significativos, obtienen un beneficio secundario inconsciente de la enfermedad, demostrando la incompetencia de las profesiones de salud mental y su incapacidad para aliviar dichos síntomas. Se vuelven súper expertos en el campo de su sufrimiento, investigan diligentemente en Internet, revisan la trayectoria y la orientación de los terapeutas, comparan sus defectos y sus virtudes, y se presentan al tratamiento “para darle una oportunidad al terapeuta”, pero obtienen consistentemente un grado inconsciente de satisfacción en derrotar a las profesiones de ayuda. Pueden padecer síntomas tales como conflictos matrimoniales crónicos, ataques de intensa depresión cuando se ven amenazados con fracasos laborales, angustia y somatizaciones e, incluso, depresión crónica significativa. Esta última responde sólo “parcialmente” a cualquier tratamiento psicofarmacológico que estos pacientes reciban (e incluso al tratamiento electroconvulsivo, que a veces se recomienda cuestionablemente). No es infrecuente que la combinación de tratamiento psicoterapéutico y psicofarmacológico dé lugar temporalmente a una mejoría sorprendente, que desde la perspectiva de estos pacientes se debe a la medicación únicamente; el tratamiento psicoterapéutico no se considera útil y se vuelve innecesario (luego, más adelante, la medicación “deja de funcionar”).

El cambio repentino (apuntado anteriormente) de la idealización frágil del terapeuta a su completa devaluación puede tener lugar en cualquier momento. A veces, un tratamiento de muchos meses de duración que parecía estar progresando satisfactoriamente se ve inesperadamente perturbado por un intenso estallido de envidia hacia el terapeuta que desencadena una devaluación radical del mismo. La evaluación inicial de estos pacientes suele revelar una arrogancia egosintónica que puede evolucionar a una conducta y una rudeza extremadamente inadecuadas en algunos casos, o ser ligeramente enmascaradas en otros bajo una fachada superficial de tacto adecuado. Esta arrogancia caracterológica tiene que diferenciarse del síndrome de arrogancia descrito por Bion (1967). Este último incluye intensas tormentas afectivas en la transferencia y en el contexto de una psicoterapia psicoanalítica en la que la relación del paciente con el terapeuta está firmemente establecida tiene un mejor pronóstico.

La arrogancia generalizada puede ser aquí racionalizada por el paciente en términos de aspectos culturales o ideológicos, como cuando una paciente rechaza a todos los terapeutas varones porque “no entienden a las mujeres”, mientras que regaña a su terapeuta mujer por someterse a las reglas de los hombres, incluyendo las que atañen a la relación terapéutica. Cuando los esfuerzos por debilitar el marco terapéutico de la terapeuta mujer fracasan, dicha paciente puede hacer una retirada triunfal del tratamiento con esa mujer tan “rígida, servil”. Racionalizaciones parecidas pueden implicar prejuicios raciales, supuestas diferencias políticas u orientaciones religiosas.

Caso 3. Una mujer en mitad de los cuarenta vino a tratamiento a causa de sus ideas suicidas crónicas, varios intentos frustrados de suicidio que tuvieron una calidad en cierto modo histriónica, y una larga historia de depresión que no había respondido a la medicación antidepresiva. Había sido directora de oficina con 20 ó 30 personas a su cargo, y, en realidad, había ocupado diversos puestos similares, siguiendo su ejercicio, en todos ellos, una trayectoria recurrente: al principio era muy exitosa y enérgica, impresionando a la gente con su inteligencia y su actitud resolutiva, sin embargo, desarrollaba conflictos con sus colaboradores, estallaba en rabietas, se ausentaba injustificadamente, y, finalmente, dimitía o se le pedía que lo hiciera. En el momento en que acudió a nuestra clínica había estado en paro durante casi un año, y le perturbaba su dificultad para encontrar un puesto acorde a su nivel de experiencia. Estaba casada, y mencionó con gran vacilación que debido a la impotencia de su marido llevaban varios años sin tener sexo. En el momento de tomar la historia, mis intentos por elucidar más aspectos de esta dificultad sexual provocaron una reacción irritada y una afirmación enojada de que esto era problema de su esposo y era irrelevante para el tratamiento. Dijo que estaba perfectamente satisfecha con la situación matrimonial, y rechazó hablar más de ello.

Mostraba síntomas de una depresión significativa, pero no indicativos de una depresión mayor como tal. Su poca disposición a ofrecer información sobre sí misma, más allá del reporte de los síntomas, fue una primera indicación de una actitud negativa continuada que tomó la forma de comentarios despectivos sobre mí desde la primera sesión. Generalmente me despreciaba a mí y al tratamiento que yo le ofrecía, mientras que insistía firmemente en la importancia de continuar con la medicación que estaba tomando (aunque no le estaba siendo de ayuda). Organicé una consulta con el psicofarmacólogo de nuestro equipo, quien recomendó un cambio de la medicación antidepresiva en combinación con una psicoterapia conmigo.

Aunque desde el principio fue muy escéptica sobre nuestra psicoterapia de dos sesiones semanales, acudía puntualmente a todas las sesiones, quejándose de que la sesión anterior no la había ayudado en absoluto. De hecho, decía, sólo la había hecho sentir peor. Dada la grave crisis en su capacidad para trabajar, la relación conflictiva con su marido (como reveló una investigación posterior) y su impulsividad general y falta de tolerancia a la angustia (además de los rasgos típicamente narcisistas de su personalidad), la diagnostiqué como presentando un trastorno de personalidad narcisista en un nivel claramente borderline.

Si bien acudía con regularidad a las sesiones, también es cierto que solicitaba ansiosamente sesiones y conferencias telefónicas con el psicofarmacólogo. De hecho, tras unas semanas, declaró que se sentía mejor, lo cual atribuyó a la medicación y a la actitud comprensiva del psicofarmacólogo. En las sesiones conmigo, hablaba de un modo desanimado sobre sus actividades diarias, mostrando una tendencia a trivializar sus comunicaciones, y respondía a mis comentarios poniendo los ojos en blanco de forma despectiva, o con preguntas desafiantes, intentando discutir conmigo. Había buscado información en internet sobre mí, y mostraba un claro resentimiento por mis numerosas publicaciones, acusándome de usarla para mis “experimentos” sin tener en cuenta sus intereses.

Tras unos meses de tratamiento, me enteré de que había estado consultando a otros terapeutas mientras estaba en tratamiento conmigo, y se había comprado un programa de autoayuda que comparaba con mis afirmaciones en las sesiones, concluyendo, como me confesó triunfalmente, que estaba aprendiendo mucho más de las grabaciones que escuchaba que de las sesiones. Yo intentaba centrar su atención en su actitud despectiva durante las sesiones, y en cómo esto reproducía los problemas que había tenido en las situaciones de trabajo, al tiempo que perpetuaba su sentimiento de estar sola y ser incomprendida, teniendo en cuenta el hecho de que en su mente yo había dejado totalmente de valer la pena.

Tras poco menos de un año de tratamiento, y después de que yo volviera de un descanso, la paciente lo interrumpió, diciéndome que le iba muy bien, que la medicación la había ayudado, que había encontrado otro trabajo y que estaba preparada para arreglárselas por su cuenta. Insistió en que ya no estaba deprimida, que le iba bien en el trabajo, y que su marido no le estaba dando problemas.

El enfoque técnico de estos pacientes debe incluir una confrontación cuidadosa y un análisis sistemático de las funciones defensivas de la arrogancia en la transferencia, señalándole al paciente en el proceso, desde el principio, que, dada su disposición emocional, existe el riesgo de que el tratamiento finalice de forma prematura debido a la devaluación del terapeuta. Normalmente, el paciente teme, por identificación proyectiva, que el terapeuta tenga una disposición despreciativa hacia él, y que, por tanto, si la superioridad del paciente se ve desafiada o destruida, estará sujeto a una devaluación humillante por parte del terapeuta. Puesto que la identificación inconsciente del paciente con un objeto parental grandioso se halla siempre en la base de esta disposición caracterológica (y es un componente importante del self grandioso patológico), es muy útil, desde el principio, interpretar esta identificación siempre que sea posible. Esta identificación con un objeto grandioso y sádico parece, en la superficie, reforzar la autoestima del paciente protegiendo su sentimiento de superioridad y grandiosidad; en el fondo, sin embargo, el paciente está sometiéndose a un objeto internalizado que se resiste a cualquier implicación real en una relación que pudiera ser de ayuda, un objeto profundamente hostil a las necesidades dependientes y relacionales reales del paciente.

Este sistema de referencias arrogante que sustenta la grandiosidad del paciente también puede expresarse por lo que aparece en la superficie como un síntoma opuesto: el paciente se declara tan malo, o inferior, o dañado o deficiente, que nada va a cambiar, que nadie va a resultarle de ayuda. Esta autodevaluación de la superficie puede de ser totalmente resistente a cualquier esfuerzo por explorar su irracionalidad, y la actitud de superioridad del paciente hacia el terapeuta emerge precisamente en el rechazo sistemático que el paciente hace de la comprensión del terapeuta, en saber mejor que él cualquier cosa que el terapeuta pueda expresar que vaya contra las manifestaciones de inferioridad del paciente. Aquí la trampa real para el terapeuta es ser seducido por lo que superficialmente parece ser una actitud “de apoyo”, un intento de reasegurar al paciente que no es tan malo, que hay esperanza, que no debería ser tan pesimista. Este enfoque sólo reforzaría esta transferencia, en contraste con una interpretación sistemática de la actitud arrogante del paciente de superioridad respecto al terapeuta, una actitud reflejada en su rechazo sistemático a explorar su conducta en la transferencia. Obviamente, los aspectos profundamente masoquistas y autoderrotantes de la sumisión a un introyecto hostil también necesitan ser explorados sistemáticamente: una reacción terapéutica negativa siguiendo al sentimiento del paciente de ser ayudado por el terapeuta puede reflejar esta dinámica en la transferencia.

La autodestructividad como un importante sistema motivacional

Este grupo de pacientes presenta lo que, generalmente desde el principio de su evaluación, impresiona al clínico experimentado como condiciones extremadamente severas. Estos son pacientes con intentos graves y reiterados de suicidio, de naturaleza casi letal, intentos que parecen haber tenido lugar “de sopetón”, pero a menudo son cuidadosamente preparados durante un tiempo, e incluso alegremente maquinados ante los ojos de sus preocupados terapeutas. Además de estos intentos de suicidio, la autodestructividad crónica puede manifestarse también en conducta autodestructiva en lo que por lo demás podrían ser relaciones amorosas gratificantes, una situación laboral prometedora, la oportunidad de un ascenso profesional… en resumen, el éxito en cualquier área crucial de la vida. En ocasiones estos pacientes se ven en consulta en los años relativamente tempranos de su adolescencia o cuando son jóvenes adultos, cuando aún tienen por delante muchas oportunidades en la vida. Otros casos vienen en busca de atención terapéutica mucho después, tras muchos tratamientos fallidos, con un deterioro gradual de la situación vital del paciente, y una aparente búsqueda de tratamiento como “último recurso”, lo que puede inducir al sentimiento –o la ilusión- de esperanza en el terapeuta, quien cree que la vida del paciente aún puede cambiar. A veces el paciente puede afirmar abiertamente que está decidido a suicidarse, desafiando al terapeuta para ver si puede hacer algo al respecto. A veces este reto desafiante alcanza su punto álgido pronto, incluso mientras se está estableciendo el contrato de tratamiento, cuando el paciente rechaza comprometerse con ningún acuerdo contractual. Generalmente, el entorno familiar de estos pacientes muestra traumatizaciones severas y crónicas, incluyendo abuso sexual o físico, un grado inusual de caos familiar, o una relación prácticamente simbólica con una figura parental extremadamente agresiva.

Si algún rasgo antisocial complica el cuadro, el paciente puede ser engañoso sobre sus tendencias suicidas, y la falta crónica de honestidad y un tipo psicopático de transferencia puede impedir cualquier posibilidad de construir una relación humana con el terapeuta que sea de ayuda. Por ejemplo, una de nuestros pacientes ingirió veneno para ratas con intenciones suicidas y parasuicidas. Fue capaz de meter a escondidas el veneno en el hospital, y desarrolló hemorragias internas. Aunque negaba firmemente ante el terapeuta su consumo continuado del veneno, sus análisis de sangre mostraban un aumento continuo del tiempo de protombina. Finalmente, este tratamiento psicoterapéutico tuvo que interrumpirse, puesto que era obvio que ella no quería o no podía adherirse a un contrato de tratamiento que incluía como precondición para seguir con la psicoterapia que dejara de ingerir el veneno. André Green (1993) ha descrito, en conexión con el síndrome de la “madre muerta”, la identificación inconsciente con un objeto parental psicológicamente muerto. La unión inconscientemente fantaseada con este objeto justifica y racionaliza el total desmantelamiento por parte del paciente de todas las relaciones con objetos psicológicamente importantes. De hecho, el comienzo de la ingestión de veneno por parte de esta paciente coincidió con una vista a la tumba de su madre.

Inconscientemente, el paciente puede negar la existencia de los otros y del self como entidades significativas, y este desmantelamiento radical de todas las relaciones objetales puede constituir, a veces, un obstáculo insuperable para el tratamiento. En otros casos, la autodestructividad es más limitada, siendo expresada no en una conducta suicida como tal, sino en automutilación severa que pincha el tratamiento reiteradamente y señala el triunfo inconsciente de las fuerzas en el paciente que promueven la autodestructividad como un importante objetivo terapéutico. Dicha automutilación puede dar lugar a la pérdida de algún miembro o a fracturas gravemente incapacitantes, pero se detienen justo antes de constituir un riesgo de muerte inmediata.

Caso 4. Una profesora de música en mitad de la veintena consultó tras un grave intento de suicidio de la que la salvó casi un milagro. Tras haber acumulado en secreto una enorme cantidad de diversos antidepresivos, sedantes e hipnóticos que le quitaba a su madre (quien necesitaba medicación crónica debido a complejos problemas caracterólogicos y depresión), cavó una tumba para sí misma en medio de un bosque cercano a su casa. Era a principios de invierno, aún había muchas hojas secas en el suelo. Tras tragar toda su reserva de medicinas, se tumbó para morir en la tumba, cubriéndose con hojas. Tras tres días de búsqueda infructuosa por parte de la policía, un último intento en esa área hizo que un perro de la policía la encontrase aún viva.

Había abusado crónicamente de las drogas, presentaba depresión caracterológica crónica, y tenía una historia prolongada de manipulación y deshonestidad en el colegio y en sus relaciones familiares, a pesar de su alta inteligencia y su gran talento musical. Clínicamente, cumplía los criterios para un diagnóstico de narcisismo maligno, es decir, una organización de personalidad narcisista, fuertes rasgos antisociales y paranoides, y agresión egosintónica (dirigida contra sí misma, en forma de intentos de suicidio crónicos y severos, y contra los otros, en el estímulo de la conducta antisocial que podría meterlos en problemas).

Su padre era un destacado profesor de filosofía en una prestigiosa universidad protestante, y el gran respeto de que disfrutaba en su comunidad, un importante centro intelectual del sur, contrastaba llamativamente con la conducta caótica y poco convencional que ambos padres mantenían en casa. Dicha conducta incluía que ambos jugaban juntos desnudos en la bañera, al tiempo que invitaban a su hija adolescente a que se uniera a ellos en la conversación. Su padre le hacía a su madre “bromas” que tenían una calidad sádica, y disfrutaba compartiendo este placer con su hija. A los padres les interesaba que su hija mantuviera una conducta “formal” en el mundo exterior, y que mantuviera en secreto el caos que tenía lugar en la casa familiar. Relaciones caóticas entre los padres, peleas y reconciliaciones, rabietas y culpabilización mutua alternando con periodos de una indiferencia casi estudiada de los padres hacia los hijos.

En el tratamiento, durante un periodo prolongado, la paciente fue deshonesta acerca de su consumo continuado de drogas y sus esfuerzos manipuladores por seducir a profesores de la escuela de música en la que trabajaba para obtener un grado superior. Una vez que la deshonestidad (una transferencia verdaderamente psicopática) y las disposiciones subyacentes gravemente paranoides emergieron con fuerza en la transferencia y pudieron ser elaboradas, finalmente dejó de percibir al terapeuta como una persona poco fiable, un manipulador deshonesto (una proyección de su propio self grandioso y corrupto), sino como una persona que estaba deseando “quedarse” con ella no abandonarla. Sólo entonces ella comunicó abiertamente el odio que había sentido por él y por cualquiera que intentara ayudarla.

En uno de sus sueños, estaba a cargo de una guardia psiquiátrica y había tomado la decisión de matar a todos los pacientes gaseándolos un día en que todos sus familiares estuvieran invitados a una fiesta al aire libre. Mientras que ellos celebraban en el jardín, ella habría matado a los pacientes dentro del edificio. Durante la primera parte del tratamiento se produjeron varios intentos de suicidio, y sólo cesaron cuando el origen de su odio, sus deseos de venganza, y la esperanza desesperada de que el terapeuta no la abandonara pudieron ser interpretados y reunidos. Esta paciente mejoró drásticamente tras aproximadamente siete años de tratamiento, con la completa resolución del síndrome de narcisismo maligno. La elaboración de la transferencia incluyó periodos de juego sucio y mentiras, tanto en su trabajo como en la transferencia, forzando al terapeuta a una posición “paranoide” que ella “diagnosticaba” triunfalmente en las sesiones. La capacidad del terapeuta para tolerar esta regresión, para permanecer firmemente moral e interpretar sistemáticamente las defensas de la paciente contra los sentimientos de culpa en la transferencia, finalmente ganó la batalla.

El abuso y la dependencia de la droga o el alcohol también pueden expresar dinámicas inconscientes de este tipo. En pacientes que padecen estas condiciones, el efecto directo de la adicción tiene que diferenciarse de su función dinámica. En el contexto de esa agresión predominante y extrema, esa función puede ser un compromiso decidido con la autodestrucción que bien merece el nombre de pulsión de muerte. Para pacientes con patología narcisista en quienes la adicción se perpetúa a sí misma por la fisiología de la dependencia de drogas, la desintoxicación y la rehabilitación en los primeros estadios del tratamiento terapéutico puede permitir que la psicoterapia psicoanalítica evolucione. Donde, por el contrario, la función de las adicciones es expresar una autodestructividad severa e incesante como objetivo vital, los reiterados periodos de desintoxicación y rehabilitación demuestran su inutilidad e indican el pronóstico grave del caso. A veces las adicciones sirven para racionalizar fracasos en el trabajo o en la profesión que, de otro modo, pueden amenazar la grandiosidad del paciente: estos casos tienen un pronóstico mucho mejor que aquellos en los que la autodestructividad incesante es la motivación más importante.

Esta constelación general de motivación autodestructiva extrema (que, como he mencionado, puede describirse clínicamente como dominancia de la pulsión de muerte) debe diferenciarse de un desarrollo relacionado, es decir, la forma más severa de reacción terapéutica negativa. La reacción terapéutica negativa no se refiere a la transferencia negativa, sino a un empeoramiento claro e inmediato del estado del paciente siempre que el paciente sienta que ha sido ayudado por el terapeuta. Los casos más leves de esta reacción pueden observarse en pacientes con una estructura de personalidad depresiva/masoquista y con culpa inconsciente por ser ayudados, una dinámica descrita por Freud que es relativamente fácil de diagnosticar y de resolver mediante la interpretación. El tipo más frecuente, sin embargo, es una forma más severa de reacción terapéutica negativa y es característica del trastorno de personalidad narcisista, aunque no exclusiva del mismo. Aquí el empeoramiento clínico parte de la envidia inconsciente de la capacidad del terapeuta para ayudar al paciente: este desarrollo transferencial tan prevalente requiere una interpretación y elaboración más complejas, pero sigue siendo eminentemente trabajable. La forma más severa de reacción terapéutica negativa, el caso que estamos considerando aquí, refleja una identificación inconsciente con un objeto de amor extremadamente agresivo y destructivo, acompañada de una fantasía transferencial dominante de que sólo si el terapeuta está enfadado u odia al paciente estará verdadera y honestamente implicado emocionalmente con él. “Sólo alguien que te odia o quiere matarte se preocupa realmente por ti”

Caso 5. En un trabajo anterior me he referido (Kernberg, 1975) a una paciente que desarrolló intensos deseos de que yo le disparara, con la fantasía de que si la asesinaba estaría vinculado con ella durante el resto de mi vida. ¡En estas circunstancias, ella podía morir feliz, sabiendo que yo nunca la olvidaría! Hoy en día, muchos años después, sigo impresionado por cómo me impactó la “lógica” de esa afirmación entonces, tanto que por un momento no pude encontrar un argumento para contradecirla. Esta paciente mejoró muy poco a poco, a lo largo de ocho años de tratamiento, tras elaborar su conducta gravemente masoquista y haberme tentado más de una vez con interrumpir el tratamiento.

Esta disposición puede emerger en el esfuerzo incesante del paciente por provocar al terapeuta hacia una actitud o acción agresivas contra aquél, transformando así la relación en sadomasoquista. Esta reacción se acompaña normalmente de esfuerzos desesperados por transformar al terapeuta supuestamente “malo” en otro “bueno”, por transformar al objeto perseguidor en otro ideal, un esfuerzo que fracasa a causa de la incesante necesidad del paciente (una compulsión a la repetición, en realidad) de volver a poner en acto esta transferencia sadomasoquista. Al contrario que los pacientes cuya motivación primera es un desmantelamiento total de la relación de objeto, aquí existe un reconocimiento implícito de que el terapeuta ha intentado ser de ayuda: de hecho, esta experiencia es lo que desencadena esta reacción terapéutica concreta. Si el terapeuta no es provocado hasta el punto que en realidad pueda dar lugar a la interrupción del tratamiento, la interpretación consistente de esta fantasía y la provocación inconsciente pueden resolver el impasse. Al tratar interpretativamente con toda esta área de autodestructividad severa y dominante, debería hacerse el esfuerzo de diferenciar este tipo de relación de otras más extremas discutidas anteriormente.

A veces la incesante necesidad de atacar, desvalorizar, y destruirse a uno mismo aparece de formas duramente indisimuladas. Estos pacientes son perseguidos por constantes ideas de no ser valiosos, de ser inútiles, estar vacíos o haber malgastado su vida y no estar interesados en nadie. Son incapaces de obtener placer consciente de ningún propósito o actividad, incluyendo las experiencias sexuales. Lo llamativo de estas autoacusaciones y lo que las diferencia de las autodevaluaciones sobrevaloradas o ilusorias en la depresión mayor, es la falta de cualquier intento de justificar ante sí mismos estos juicios extremadamente duros. La irritación y el enfado que estos pacientes muestran normalmente cuando se les invita a explicar qué los hace sentir tan poco valiosos contrastan con los esfuerzos de los pacientes deprimidos por convencer a quien hace el diagnóstico de la razonabilidad de su autodevaluación.

En la interacción con el terapeuta, dan la impresión de tener una posición irritable y resentida, en lugar de la tristeza o la desesperación que caracteriza a las depresiones mayores. Cuando se les señala algún logro o indicador de mejor funcionamiento en un aspecto de sus vidas, estos pacientes pueden responder con un ataque airado y denigrante al terapeuta que se atreve a hacer tal afirmación. En realidad, rechazan y atacan incansablemente a todo aquel que intente calmarlos o animarlos. Durante mucho tiempo, tienden a reducir y extinguir sus compromisos laborales, profesionales y sociales, retirándose a una existencia vacía, monótona y parasitaria.

El desarrollo gradual y la cronicidad de este síndrome, en contraste con la naturaleza episódica de la enfermedad afectiva mayor, junto con la ausencia de síntomas neurovegetativos y/o procesos psicomotores y cognitivos ralentizados, diferencia esta constelación de los trastornos afectivos mayores. Estos pacientes normalmente responden ligeramente o nada en absoluto a la medicación antidepresiva, ni, incluso, al electro shock (cuando se aplica al ver que nada más parece funcionar). El contraste entre su autodevaluación crónica, por una parte, y su actitud grandiosa, malintencionada, y derogatoria hacia cualquiera que desafía sus convicciones, por otra, refleja una grandiosidad y arrogancia primitivas que forman parte inherente de su estructura de personalidad narcisista, así como su identificación inconsciente con el abrumador potencial de una incesante fuerza destructiva (de la cual, al mismo tiempo, son víctimas). Estos pacientes pueden ser considerados casos extremos de lo que Cooper (1985) describió como el carácter masoquista-narcisista.

El tratamiento de estos pacientes es largo y complicado y el pronóstico reservado. El tratamiento de elección generalmente es una psicoterapia psicoanalítica, pero debe prestarse atención al beneficio secundario implicado en el parasitismo social que puede ser parte del síndrome. A menudo es necesario requerir, como condición del tratamiento, que el paciente se involucre en alguna actividad, aunque sea tiempo parcial, o preferiblemente a un trabajo de jornada completa o a un programa de estudios avanzado, junto con un firme compromiso a acudir regularmente a las sesiones terapéuticas. El intenso enfado del paciente por cualquier cosa que provenga del terapeuta y pueda parecer “alentadora” o “de apoyo” suele ofrecer la primera apertura para el análisis de la transferencia. En ese momento, puede interpretarse el sentimiento inconsciente de peligro que el paciente tiene ante cualquier relación de objeto no destructiva: un objeto benigno desafía el poder de la entidad omnipotente, perseguidora de muerte, que controla la mente del paciente, y es esa entidad la que le proporciona un sentimiento inconsciente de superioridad como único significado de la vida.

El enfoque técnico para todo el grupo de pacientes autodestructivos requiere, en primer lugar, que nos tomemos muy en serio el peligro de que el paciente termine por destruirse físicamente. Esta autodestructividad es una amenaza constante para el tratamiento, haciendo de este peligro un tema selecto en el trabajo interpretativo desde el principio. El contrato terapéutico negociado con el paciente pretende establecer las condiciones mínimas para asegurar que el tratamiento no se utilizará como una “pantalla” que ofrezca al paciente la libertad o el incentivo para una acción autodestructiva. Esta negociación puede no ser fácil, puesto que el terapeuta tiene que dejar muy claro que el tratamiento no continuará si no se cumplen estas condiciones mínimas para asegurar la supervivencia del paciente. Dichas condiciones pueden incluir, por ejemplo, que el paciente se comprometa a una hospitalización inmediata si los impulsos suicidas se vuelven tan fuertes como para que él crea que no podrá controlaros; o que deje de llevar a cabo conductas específicas que amenacen su supervivencia.

Una vez que se han acordado los parámetros del contrato como condición para el tratamiento, la tentación del paciente de romperlo debe ser planteada por el terapeuta, con un análisis de la motivación y gratificación inconsciente que supone esa ruptura del contrato. La actitud triunfal del paciente al amenazar con interrumpir la terapia, al desmantelar las intervenciones del terapeuta o en devaluar radicalmente la terapia, debe interpretarse como un esfuerzo autodestructivo por destruir cualquier relación que pudiera serle de ayuda. El terapeuta tiene que estar muy atento a cualquier indicación de un enfoque más honesto hacia él, a alguna indicación de que se está desarrollando dependencia o a cualquier “atisbo de humanidad” en el paciente que aparezca en la relación terapéutica. Estos beneficios podrían ser resaltados con el paciente, junto con el peligro de que pueda estar tentado de destruirlos.

Es importante no confundir este área de psicopatología con las manifestaciones clínicas de una auténtica depresión mayor. Una depresión mayor mostraría indicadores de autodevaluación severa o de ideación autoacusadora; un ánimo gravemente deprimido que daría lugar a una indiferencia gélida; la reducción de la expresión psicomotora del paciente; disminución en la capacidad de concentración; y síntomas neurovegetativos. En presencia de estas condiciones, el tratamiento para la depresión, incluyendo un uso apropiado de la medicación antidepresiva (y, en condiciones específicas que compliquen aún más las cosas, como intención suicida incontrolable, incluso tratamiento electroconvulsivo) podría ser el tratamiento de elección. Y, por supuesto, la indicación de hospitalización debe ser urgentemente tenida en cuenta. Este no es el caso para el grupo de pacientes con la forma extrema de psicopatología narcisista que estamos describiendo aquí, en la cual las manifestaciones de una depresión mayor están ausentes y, en su lugar, prevalece una actitud altiva, despectiva, indiferente, o agresivamente desafiante hacia el terapeuta, cuando no un alegre disfrute de la supuesta impotencia del terapeuta.

Al mismo tiempo, el disfrute consciente o inconsciente de su superioridad cuando se empeña en desmantelar la relación terapéutica puede inducir en el terapeuta reacciones contratransferenciales de autodevaluación, depresión, retirada o rechazo enojado del paciente. A veces un compromiso excesivamente ansioso y un esfuerzo desesperado por ofrecerle al paciente apoyo emocional pueden dar lugar en el terapeuta a un sentimiento de agotamiento y a un repentino abandono emocional del paciente que éste puede registrar con satisfacción. Una actitud emocional óptima en el terapeuta incluiría la autoexploración consistente del compromiso continuo de uno mismo con el paciente, la voluntad de “resistir” sin una expectativa excesiva de éxito, y la voluntad de seguir desempeñando el trabajo tanto como parezca razonable hacerlo, pero no cuando esté claro que no se dan las condiciones mínimas para la continuación de la psicoterapia.

Esa disposición emocional óptima por parte del terapeuta puede perderse de forma temporal, pero, con una exploración continua de la contratransferencia, puede reinstaurarse mediante una integración exitosa de las implicaciones objeto-relacionales de la contratransferencia en las interpretaciones transferenciales. Además, puede ser útil compartir con el paciente la conciencia y aceptación del terapeuta del hecho de que el tratamiento puede fracasar, y que el paciente puede acabar destruyendo su vida; de que el terapeuta podría entristecerse si esto sucediera, pero acepta la posibilidad de que pueda no ser capaz de ayudar al paciente a superar este peligro dada las circunstancias del tratamiento. Dicha actitud puede reducir el beneficio secundario del triunfo fantaseado sobre el terapeuta que, frecuentemente, es uno de los componentes de las complejas disposiciones transferenciales de los pacientes narcisistas.

Los servicios de internamiento especializados para trastornos de personalidad severos nos permitieron en su día proteger a los pacientes seleccionados de su conducta gravemente autodestructiva durante el periodo inicial de psicoterapia psicoanalítica. Lamentablemente, debemos reconocer que, con la desaparición –por razones financieras- de la disponibilidad de hospitalizaciones a largo plazo en estos servicios de internamiento de pacientes, algunos pacientes narcisistas con rasgos autodestructivos y automutiladores extremadamente severos, o con síntomas antisociales severos pero potencialmente tratables, pueden ser ahora tratados sólo con enfoques psicoterapéuticos de apoyo cuya eficacia es más limitada.

Predominio de rasgos antisociales

Aquí estamos tratando con la infiltración agresiva del self grandioso patológico, tanto en casos en los que esto se expresa mayormente en una tendencia pasiva-parasitaria, y en casos donde toma una forma agresiva-paranoide (en el síndrome de narcisismo maligno). Todos los casos de trastorno de personalidad narcisista con rasgos antisociales significativos tienen un pronóstico relativamente reservado. Los pacientes con el síndrome de narcisismo maligno están muy en el límite de lo que podemos alcanzar con los enfoques psicoanalíticos dentro del campo de narcisismo patológico. El siguiente grado de gravedad de la patología antisocial, la personalidad antisocial propiamente dicha, tiene un pronóstico prácticamente de cero en cuanto al éxito del tratamiento psicoterapéutico.

Paradójicamente, la misma gravedad de la conducta agresiva/paranoide de los pacientes con el síndrome de narcisismo maligno (siendo su función confirmar el poder y la grandiosidad del paciente), facilita la interpretación de esta conducta en la transferencia. La agresión dirigida contra uno mismo –la conducta suicida, por ejemplo- representa claramente una agresión triunfante hacia la familia o el terapeuta, o el “rechazo” triunfante de un mundo que no se amolda a las expectativas del paciente; la conducta parasuicida, automutiladora, puede indicar el triunfo del paciente sobre todos los demás, que temen el dolor, las lesiones o la destrucción corporal.

Éstos son también pacientes que en la situación de tratamiento pueden mostrar el síndrome de arrogancia en un sentido estricto, la interpretación del cual puede resolverlo de forma efectiva. Este trabajo interpretativo incluye señalarle al paciente su intolerancia a su propia agresión intensa y envidiosa, que se expresa en la conducta o la somatización como un modo para evitar adquirir plena conciencia de ella. La pseudoestupidez observada en este síndrome, el desmantelamiento defensivo de razonamiento ordinario y comunicación cognitiva, defiende al paciente contra la humillante posibilidad de que el trabajo interpretativo del terapeuta lo alcance de modos importantes. Una curiosidad anormal por la vida del terapeuta es un modo de controlarlo y de controlar cualquier fuente de resentimiento envidioso.

La interpretación consistente del síndrome de arrogancia puede, de hecho, ser un factor clave en la transformación de la transferencia de psicopática a paranoide, una transformación que marca el comienzo de la capacidad del paciente para autoexplorar la agresión primitiva que, de otra manera, tendría que actuar. Ayudar al paciente a darse cuenta de la naturaleza intensamente placentera de su conducta sádica hacia el terapeuta y los otros es un aspecto importante de este trabajo interpretativo. Esto requiere que el terapeuta se sienta cómodo en una empatía emocional con ese placer sádico; el temor del terapeuta a su propio sadismo puede interferir con explorar plenamente este tema con el paciente.

Caso 6. Una mujer a principios de la veintena consultó debido a sus intentos de suicidio graves y crónicos, colapsos en el colegio, e incapacidad de mantener relaciones con hombres debido a sus intensos ataques de ira cuando sus demandas no se satisfacen. Había sido severamente traumatizada por el abuso físico de su madrastra pero había mantenido una relación ambivalente –amistosa pero distante- con su padre. Se le había diagnosticado un funcionamiento de personalidad narcisista en un nivel abiertamente borderline, y presentaba un síndrome típico de arrogancia en la transferencia.

Durante nuestras dos sesiones semanales de psicoterapia psicoanalítica, ella se burlaba consistentemente de mí, imitando mi forma de hablar, parodiando lo que anticipaba que yo iba a decirle, y a veces pareciendo furiosa por el simple hecho de verme. Varias veces hizo gestos amenazantes hacia objetos de mi consultorio, como si fuera a destruirlos o arrojarlos. Su desprecio por mí era palpable. A pesar de su inteligencia, y de su claro compromiso con el tratamiento (no faltó a ninguna sesión, incluso durante tormentas de nieve), las sesiones estaban llenas de estos incesantes ataques y de una total negativa a escuchar, no digamos a pensar, nada de lo que yo decía. Me percibía como un papel copiativo de su sádica madrastra.

Al mismo tiempo, mostraba una curiosidad anormal sobre todos los aspectos de mi vida, incluyendo mi consultorio, y me espiaba fuera de las sesiones. Se las arreglaba para conseguir información sobre mi vida privada y mis hijos, implicándose en actividades que le otorgaban ese conocimiento, y luego me hacía saber triunfalmente todo lo que sabía sobre mí. Parecía claro que era totalmente incapaz de tolerar cualquier conciencia de que su intenso odio hacia mí era una proyección de lo que había en ella, y debido a ese odio proyectado manejaba su temor mediante el control y la vigilancia triunfantes sobre mí. Yo le señalaba consistentemente que creía que no se daba cuenta de sus incesantes ataques hacia mí, porque se expresaban sólo en la conducta y no se acompañaban de la conciencia de ningún sentimiento. Esto la protegía, le decía, contra el sentimiento de placer en esos ataques, sentimiento que no se atrevía a confesarse a sí misma. Esta línea de interpretación aumentó gradualmente su tolerancia hacia su propio odio, es decir su venganza y, al mismo tiempo, su identificación con la madrastra abusiva. Finalmente, tras nueve años de tratamiento, logró una recuperación completa, embarcada en una exitosa carrera profesional, y estableció un matrimonio satisfactorio.

Paradójicamente, como he mencionado, la situación es más difícil en el caso de pacientes que muestran una conducta antisocial pasiva, en el sentido no sólo de la explotación parasitaria pasiva de los demás, sino de una severa destrucción de su capacidad para cualquier sentimiento de preocupación o responsabilidad por las relaciones con los otros significativos. Esta falta de investimento en las relaciones objetales es distinta de la destrucción activa de las mismas y el desmantelamiento en el grupo de pacientes que hemos discutido en la sección anterior, que pueden tener una integración mucho mejor del funcionamiento del superyó y no muestran una conducta antisocial manifiesta. La irresponsabilidad crónica en cuanto al tiempo, el dinero y cualquier tipo de compromiso con los otros, incluyendo el compromiso con la terapia, son sellos de la conducta antisocial del subgrupo pasivo/parasitario de patología narcisista severa. A todos nos resultan familiares los pacientes que suelen faltar a sesiones, llegan tarde, y no pagan sus facturas a tiempo.

Aquí, más que estar dirigida a individuos, la conducta antisocial puede tomar la forma de un estilo de vida parasitario incluyendo el recurrir innecesariamente a la asistencia pública o la ayuda familiar. En el tratamiento uno encuentra, con estos pacientes, un rechazo crónico de la relación con el terapeuta, a menudo enmascarado por una superficie de compromiso amistoso y afectuoso que se convierte en un tema importante en la transferencia, y que con el tiempo puede convencer al terapeuta de que no hay una relación humana real. La devaluación inconsciente del terapeuta tiene una cualidad tan egosintónica que incluso su interpretación puede no conmover al paciente, quien puede creer que el terapeuta tiene expectativas nada realistas acerca de lo que son las relaciones humanas y, o bien es deshonesto, o es un loco a quien no hay que tomar en serio. En contraste con los otros tipos de pacientes difíciles que he discutido, aquí la manifestación superficial de la transferencia puede parecer placentera y no agresiva; la profunda tragedia del rechazo o desmantelamiento de la relación terapéutica potencialmente disponible para el paciente debe ser sutilmente disfrazada. Aquí el foco terapéutico necesita estar en la contradicción entre una superficie aparentemente amistosa, calma, y un absentismo frecuente, compromisos y fechas límite olvidados, y la ausencia de impacto del trabajo terapéutico. Es importante no confundir este grupo con pacientes en la siguiente categoría, quien, a pesar de un funcionamiento social y una organización psicológica relativamente mejores, tienen un pronóstico sorprendentemente reservado.

La represión de las necesidades de dependencia como defensa narcisista secundaria

En contraste con los diversos síndromes y dinámicas discutidos hasta aquí, que generalmente pueden diagnosticarse en una evaluación inicial cuidadosa, esta siguiente condición es muy diferente, en tanto que inicialmente parece ser mucho menos severa que todas las mencionadas hasta aquí y, al menos en mi experiencia, es muy difícil diagnosticarla al principio del tratamiento. En cambio, emerge como una complicación que finalmente puede dominar todo el tratamiento, volviéndolo casi imposible.

Caso 7. Este paciente, un hombre de negocios a mitad de los treinta, consultó a causa de su hastío crónico, el distanciamiento de su esposa, y la insatisfacción con su trabajo, aunque se sentía perdido en cuanto a qué otra ocupación le gustaría desempeñar. Su matrimonio, de 8 años, le ofrecía la satisfacción de que estaba llevando una vida convencional dentro de su comunidad, pero la relación con su esposa era distante hasta el punto de que a él le era indiferente –en realidad lo ignoraba completamente- lo que pasara en la vida de ella. Había poca información sobre su pasado. Describió a sus padres como responsables y dedicados, pero tan ocupados en sacar adelante su situación laboral, siendo recién llegados al país, que tenían poco tiempo para él.

Su principal queja, de hecho, era que tenía pocos recuerdos del pasado, de su infancia, del colegio, y que eso era muy desconcertante para él, dado que tenía una memoria excelente para los temas y los “hechos” del trabajo. El único síntoma que presentaba, que también lo desconcertaba, era el miedo a las inyecciones, a ver sangre; se desmayaba si veía un accidente en el que hubiera cualquier indicativo de daño físico.

Mi impresión era que este paciente presentaba una personalidad narcisista, funcionando a un nivel relativamente alto facilitado por severos mecanismos represivos que desterraban de la conciencia gran parte de su infancia. Recomendé tratamiento psicoanalítico y el paciente hizo análisis conmigo durante tres años, tras los cuales, por mutuo acuerdo, cambiamos a una modalidad de apoyo.

El tratamiento fue notable por la ausencia de cualquier relación o dependencia emocionales por parte del paciente. El propio paciente estaba sorprendido de no desarrollar sentimientos particulares en la transferencia, percibiéndome “de forma realista” como un “agente” que trataba con su salud mental. Sus asociaciones, a pesar de todos los esfuerzos interpretativos, permanecían a nivel superficial, con una trivialización crónica de la comunicación que llenaba las sesiones. A pesar de mi estado de alerta a las transferencias narcisistas, no fui capaz de ayudar a este paciente a obtener una comprensión más profunda de sí mismo. Su experiencia emocional dominante en las sesiones, como en la vida, era un grado de aburrimiento que aumentaba hasta el punto de que le resultaba difícil no quedarse dormido. Al final, pasaba una parte importante de la mayoría de las sesiones profundamente dormido. Desconcertado por este paciente, consulté con colegas más experimentados, que también se sintieron desconcertados. El hecho, sin embargo, de que pacientes parecidos a éste hubieran terminado por mostrar cambios dramáticos tras una elaboración significativa de su patología narcisista, me mantenía con la esperanza de un avance que, lamentablemente, no llegó a producirse en este caso.

He visto muy pocos pacientes de este tipo a lo largo de los años, y no podría decir qué factores pueden predecir a quién podemos ayudar y a quién no. Una vez que estuvo en terapia de apoyo conmigo, este paciente pudo aumentar en cierto modo su disponibilidad hacia su mujer y sus hijos, y aceptar el “aburrimiento” de su trabajo con más resignación.


Tras un periodo de tiempo en el que no se produjeron más cambios, estuvimos de acuerdo en terminar, aceptando ambos las limitaciones de la mejoría lograda.

Este es un tipo de paciente relativamente raro, que generalmente funciona en el nivel menos severo de psicopatología narcisista, donde la represión y otros mecanismos de defensa avanzados se han desarrollado lo suficiente como para que el self grandioso patológico esté bien protegido contra la erupción de la envidia inconsciente, contra la conciencia de que las relaciones dependientes son inherentemente humillantes, inferiorizantes y amenazantes. Estos pacientes muestran una dramática falta de conciencia de su vida psicológica, presentando a menudo un olvido severo de periodos prolongados de su pasado, de sus sueños e, incluso, de personas que aparentemente una vez fueron importantes en su vida. Esto contrasta con la excelente memoria para las operaciones y acontecimientos pasados profesionales o empresariales. Aunque inicialmente, debido a su alto nivel de rendimiento, pueden parecer buenos candidatos para el psicoanálisis, en el tratamiento muestran tal incapacidad para tolerar su vida de fantasía, para la autorreflexión emocional, para el contacto con las experiencias mentales preconscientes en general, que las sesiones se vuelven notablemente vacías y extremadamente frustrantes para el analista.

Mientras que en la contratransferencia con todos los pacientes narcisistas la tentación del terapeuta de distraerse durante periodos prolongados, o de dormirse en las sesiones, puede ser un reflejo de que el paciente trata al analista inconscientemente como si no estuviera presente, esto puede afectar particularmente a la contratransferencia con los pacientes en los que nos estamos centrando aquí. De hecho, estos pacientes pueden sentirse intensamente aburridos durante las sesiones, dormirse durante largo rato, y luego tener una gran dificultad en cuanto a cualquier reflexión sobre el significado de haberse quedado dormidos. Al mismo tiempo, las descripciones de su situación vital están llenas de interacciones superficiales que niegan implícitamente cualquier aspecto más profundo de las relaciones.

Se mencionan pocos casos de estos en la literatura, pero los terapeutas experimentados reconocen esta constelación en sus pacientes, y el fracaso relativamente frecuente de sus tratamientos. Algunos analistas experimentados, al percibir estas manifestaciones, deciden (a menudo con razón) que estos pacientes no son analizables y les recomiendan métodos de tratamiento alternativos (no es raro que con otros terapeutas). La psicoterapia psicoanalítica con estos pacientes tiende a cambiar rápidamente a un enfoque meramente de apoyo, puesto que la concreción de sus narrativas lleva el foco de la acción terapeuta a los problemas prácticos de la vida. Un enfoque psicoterapéutico de apoyo puede ser en realidad el tratamiento de elección para muchos de estos pacientes que, en muchos sentidos, funcionan adecuadamente si bien con importantes restricciones en sus relaciones íntimas. Si los síntomas que presentan son suficientemente leves o restringidos, de modo que no estaría indicada una modificación importante de su estructura de carácter, un enfoque psicoterapéutico de apoyo puede ser óptimo. Si hay más problemas severos en el trabajo y en el ámbito íntimo que limiten su vida de forma significativa, puede merecer la pena intentar un enfoque psicoanalítico. Dadas sus características clínicas, el psicoanálisis estándar puede ofrecer una mayor oportunidad que la psicoterapia psicoanalítica para reducir la resistencia masiva derivada de mecanismos represivos fuertemente dominantes que refuerzan y protegen las defensas narcisistas más profundas contra sus necesidades de dependencia.

Defensas contra la incapacidad de concebir que el terapeuta tenga una vida mental consistente

Es probable que esta constelación defensiva enormemente compleja pueda detectarse y resolverse sólo en el curso del tratamiento psicoanalítico propiamente dicho, permaneciendo eclipsada en la psicoterapia psicoanalítica de los pacientes narcisistas, donde la intensidad de las transferencias primitivas de escisión domina las sesiones. Lo que gradualmente llama la atención al analista de estos pacientes durante mucho tiempo es la alternancia entre relaciones emocionales con el analista claramente contradictorias, al tiempo que el paciente permanece llamativamente despreocupado por la naturaleza extremadamente contradictoria de sus disposiciones emocionales en la transferencia y es, aparentemente, incapaz de responder aumentando su interés o su reflexión acerca de los esfuerzos interpretativos por resolver la naturaleza defensiva de esta disociación.

Caso 8. Por ejemplo, un paciente consideraba al analista o “extremadamente brillante”, o “estúpido”, o “totalmente indiferente”, o “corrupto”, o “políticamente partidista”. Este paciente suponía inmediatamente que el analista se había dormido si permanecía en silencio durante un tiempo, mientras que otras veces se quejaba de los comentarios demasiado intensos y penetrantes del analista respecto a los fallos y defectos del paciente. La exploración por parte del analista de cualquier estímulo plausible para estas reacciones cambiantes reveló que ninguna de estas relaciones emocionales tenía base en la realidad. Por ejemplo, el que el paciente considerase al analista el “pensador más brillante” se expresaba en su insistente deseo de que el analista lo ayudara con consejos concretos relativos a problemas políticos o de trabajo, sobre los cuales el paciente tenía, obviamente, al menos tanta información y conocimiento –si no más- como el analista, lo que hacía que esas peticiones fueran absurdas. De forma similar, la exploración de la experiencia que el paciente tenía del analista como políticamente partidista, retrasado, indiferente o deshonesto dio lugar al reconocimiento final –aunque sólo momentáneo- por parte del paciente de que estas percepciones eran fantasías no realistas. Sin embargo este reconocimiento fluctuante de la naturaleza fantástica de estas percepciones no influyó en ellas en absoluto, y regresaron regularmente durante muchos meses.

Finalmente, quedó claro que el paciente estaba tratando al analista como si no tuviera vida interna permanente, como si no tuviera una relación consistente, estable y continua con el paciente. El analista, en resumen, era como un robot que tenía sentimientos aislados, brillantez mental o deterioro mental, deshonestidad, ira o indiferencia. Al mismo tiempo, el paciente se percibía a sí mismo como constantemente cambiante, de modo que la corriente de sus comunicaciones verbales en las sesiones le parecía también una conducta mecánica como de robot con escasa relación con su vida. La interpretación consistente de la identificación proyectiva implicada en este proceso permitió su resolución sólo tras muchos meses de trabajo analítico. Finalmente, pudo elaborar esta fragmentación total de su experiencia de sí mismo y del analista, logrando una capacidad para la auténtica dependencia que permitió, poco a poco, que este análisis evolucionara hacia una terminación satisfactoria. Esta situación puede formularse en términos de la descripción de LaFarge del “imaginador” y lo “imaginado” (2004), representaciones mentales que reflejan la visión que el paciente tiene del analista y su percepción de la visión que el analista tiene del paciente. De hecho, un foco consistente en la incapacidad de este paciente para concebir al analista como una persona con una vida interna arrojó una angustia intensa que aumentaba gradualmente, llevando, en último lugar, a un conjunto enteramente nuevo de complejas experiencias transferenciales. La caótica descripción que el paciente hace de su relación con ambos padres, llamativamente similar a los tipos alternativos de desarrollos transferenciales mencionados anteriormente, podían verse ahora como una defensa intensa contra las capas más profundas de las relaciones internas con ellos no disponibles conscientemente. Este desarrollo transferencial relativamente infrecuente tiene que diferenciarse de las defensas narcisistas ordinarias frente a la envidia, la alternancia entre la idealización y la devaluación característica de las transferencias narcisistas, y las tormentas transferenciales aisladas de las personalidades narcisistas que funcionan a un nivel claramente borderline. La sutileza de los prolongados desarrollos transferenciales claramente contradictorios, inmutables, mutuamente excluyentes, puede quedar clara a lo largo un periodo de tiempo prolongado. Pueden ser la causa oculta de largos impasses psicoanalíticos y, si no se resuelven, limitan gravemente los logros del tratamiento psicoanalítico. La atención a ese desarrollo y que el analista se pregunte en qué medida el paciente está interesado en construir en su mente una visión consistente de la personalidad del analista, puede ayudar a resaltar este problema antes y facilitar su elaboración.

Pronóstico general y consideraciones terapéuticas

Podemos resumir brevemente los rasgos pronósticos negativos más importantes que emergen en esta categoría global de pacientes narcisistas “casi intratables”: beneficio secundario de la enfermedad, incluyendo parasitismo social; conducta antisocial severa; gravedad de la autoagresión primitiva; abuso de las drogas y el alcohol como problemas de tratamiento crónico; arrogancia generalizada; intolerancia general a una relación objetal dependiente; y el tipo más grave de reacción terapéutica negativa. La evaluación inicial cuidadosa y detallada del paciente facilita la evaluación de estos rasgos pronósticos. Por ejemplo, al considerar la naturaleza de la conducta antisocial, es importante elucidar la medida en la que corresponde a conducta antisocial simple y aislada en un trastorno de personalidad narcisista sin otras implicaciones pronósticas negativas importantes, o a una conducta parasitaria y pasiva severa, crónica, que aumente el beneficio secundario de la enfermedad; si lo que se presenta es un síndrome de narcisismo maligno o, más importante aún, si nos enfrentamos a una personalidad antisocial propiamente dicha, sea del tipo pasivo parasitario o del tipo agresivo. En ocasiones, la conducta antisocial puede estar estrictamente limitada a las relaciones íntimas, donde expresa agresión y vengatividad, especialmente cuando se acompaña de rasgos paranoides. Esto puede ser de especial importancia cuando la conducta se dirige hacia el terapeuta en la transferencia; en ocasiones, puede crear tal riesgo para el terapeuta que puede no ser aconsejable intentar el tratamiento bajo esas circunstancias. Esta dinámica puede verse en pacientes cuya actuación agresiva, vengativa, toma la forma de conducta litigante contra los terapeutas: pueden iniciar un litigio contra un primer terapeuta mientras que idealizan al segundo, a quien “reclutan” para reparar el daño ocasionado por el primero, sólo para terminar demandando al segundo mientras transfieren con un tercero, etc. Puede no ser sensato aceptar a un paciente de este tipo para un tratamiento psicoterapéutico intensivo mientras que estén abiertos procesos judiciales que impliquen a otra terapia. Algunos pacientes con síndrome hipocondriaco, propensos a acusar a los terapeutas de no haber reconocido la gravedad de ciertos síntomas o enfermedades somáticos, pueden estar relacionados con este grupo. En el caso de pacientes con intentos de suicidio crónicos, es extremadamente importante diferenciar la conducta suicida que corresponde a la gravedad auténtica de una depresión, de la conducta suicida como “modo de vida”, no vinculada a la depresión, y típica del trastorno de personalidad borderline y del trastorno de personalidad narcisista (Kernberg, 2001). Aquí la naturaleza diferencial de los intentos de suicidio puede ser extremadamente útil para diagnosticar el caso del paciente.

La eliminación o reducción del beneficio secundario de la enfermedad es uno de los aspectos más importantes y, con frecuencia, más difíciles del tratamiento, especialmente al establecer el contrato inicial y un marco de tratamiento viable. Los parámetros del contrato ofrecen la seguridad de que el marco acordado protegerá a ambas partes (así como a las pertenencias y situación vital del terapeuta) de la actuación de los pacientes durante el tratamiento. En el curso de la psicoterapia psicoanalítica de pacientes con organización borderline de la personalidad -esto incluye a los pacientes que he explorado aquí- la emergencia de regresión severa en la transferencia es prácticamente inevitable, y con frecuencia adopta la forma de intentos de desafiar y romper el marco terapéutico. Frente a cualquiera de estos desafíos, la seguridad física, psicológica, profesional y legal del terapeuta tiene precedencia frente a la del paciente. Esto significa que mientras que el terapeuta debe asegurar la seguridad del paciente estableciendo un contrato y un marco de tratamiento que los proteja a los dos, la seguridad del terapeuta es una precondición indispensable para que sea capaz de ayudar al paciente. Esto podría parecer obvio o trivial si no fuera porque a menudo los terapeutas son seducidos a situaciones de tratamiento en las que su seguridad está en riesgo. El contrato debe especificar las condiciones, distintas para cada caso, que si no se cumplen por parte del paciente supondrían la discontinuidad del tratamiento. Si es necesario, estas condiciones deben reiterarse como parte de los acuerdos de tratamiento y luego, como he dicho, ser inmediatamente interpretadas en cuanto a sus implicaciones transferenciales.

Resumamos las indicaciones que he presentado para el tratamiento diferencial. Para los casos más leves de psicopatología narcisista, un enfoque psicoterapéutico psicoanalítico focalizado o, incluso, una psicoterapia de apoyo focalizada puede ser el tratamiento de elección; sólo si se garantiza la gravedad de la patología de carácter estaría indicado el psicoanálisis estándar. El psicoanálisis estándar sería el enfoque tratamiento para el segundo nivel –o intermedio- de gravedad y posiblemente para ciertos casos del espectro severo de pacientes narcisistas que funcionan en un nivel manifiestamente borderline quienes, por razones individuales, pueden ser aptos para ese tratamiento. Sin embargo, para la mayoría de los casos de patología narcisista que funcionan en un nivel manifiestamente borderline, o con patología antisocial severa, la psicoterapia psicoanalítica especializada que hemos desarrollado en el Weill Cornell Medical College, es decir, la Psicoterapia Focalizada en la Transferencia (TFP) se recomienda como tratamiento de elección (Clarkin, Yeomans y Kernberg, 2006). Cuando no pueden reunirse las precondiciones individualizadas para ese tratamiento en el establecimiento del contrato inicial (Clarkin, Yeomans y Kernberg, 1999), un enfoque psicoterapéutico cognitivo-conductual o de apoyo puede ser el tratamiento de elección.

En general, una modalidad psicoterapéutica de apoyo basada en los principios psicoanalíticos es la indicada para casos en que la necesidad de “autocura” del paciente es tan intensa que se descarta cualquier dependencia; en esos casos, el consejo y asesoramiento activo en una relación de apoyo puede ser mucho más aceptable para el paciente (Rockland, 1992). Cuando no puede reducirse el beneficio secundario severo, limitando así en gran medida el pronóstico del paciente con un enfoque analítico, puede ser útil una psicoterapia de apoyo basada en la mejoría de los síntomas predominantes y sus manifestaciones en la conducta. En los casos con rasgos antisociales severos que requieran una información continua de fuentes externas y control social, la neutralidad técnica puede verse demasiado afectada como para llevar a cabo un enfoque analítico, y sería preferible un enfoque de apoyo. Para pacientes que, como consecuencia de la prolongada enfermedad, hayan padecido una regresión severa a la incompetencia social, que hayan “quemado todos los puentes” tras ellos, haciendo mucho más difícil una adaptación realista a la vida, un enfoque psicoterapéutico de apoyo puede ser preferible a la modalidad psicoanalítica. Ésta última los enfrentaría con el reconocimiento, extremadamente doloroso, de haber destruido gran parte de sus vidas: aquí es muy importante el sutil juicio empático del terapeuta respecto a lo que el paciente puede ser capaz de tolerar.

Es necesario tener en mente que antes de que el saber psicoanalítico avanzara en la comprensión de la psicopatología del narcisismo patológico y nos ayudara a desarrollar técnicas específicas para tratar analíticamente con estos pacientes, el pronóstico era mucho más limitado para un número mucho más alto de pacientes de lo que lo es hoy en día. Los nuevos desarrollos en psicoterapia psicoanalítica para casos de trastorno de personalidad narcisista donde el psicoanálisis estándar pareciera estar contraindicado, han mejorado significativamente nuestro armamento terapéutico. Los continuos intentos de explorar los casos en los límites de nuestro entendimiento psicoanalítico y capacidad de ayudar actuales deberían ampliar el rango de pacientes que podemos tratar con éxito. Dada la elevada prevalencia de este tipo de patología y sus severas repercusiones sociales en muchos casos, ésta es una tarea importante en este momento para el investigador y el clínico psicoanalítico.

Fuente: "The almost untreatable narcissistic patient" fue publicado originariamente en The Journal of American Psychoanalytic Association, 55: 503-539 (2007)
NÚMERO 046 2014 Revista Internacional de Psicoanálisis

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jueves, 28 de noviembre de 2019

Sadorexia: La Dieta del Dolor

Los trastornos alimenticios son un mal que muchas personas sufren en nuestra sociedad. En muchos casos se solucionan, pero otras cuantas veces se cobran vidas o dejan graves secuelas en las personas que los padecen. Un trastorno que no es todavía demasiado conocido y que cada vez son más personas las que lo padecen es la sadorexia, una mezcla de anorexia y sadomasoquismo que debemos conocer para tratarlo.
La sadorexia es una evolución de la anorexia nerviosa tradicional, pero mucho más peligroso para la salud porque incluye conductas autolíticas o de auto-maltrato.

Las personas que padecen esta enfermedad suelen alcanzar una delgadez máxima, hasta que se quedan sin fuerzas y dañan gravemente su organismo. Con frecuencia, son personas con muy baja autoestima y que atesoran sensación de no controlar lo que pasa a su alrededor, de modo que centran todos sus esfuerzos en lo poco que piensan que sí pueden controlar: su dieta.

Desde el punto de vista psicológico, son trastornos que aparecen en personas que le dan un peso excesivo a la imagen corporal a la hora de definirse. Son comunes pensamientos del tipo «valgo más si estoy delgada». Al mismo tiempo, es común que la sadorexia se alimente y alimente un estado de ánimo de valencia negativa, en el que predominen emociones como la tristeza o sentimientos como la melancolía. En este marco encontramos una gran dificultad -incapacidad incluso- para disfrutar de situaciones placenteras, necesidad de complacer a los demás y ser aceptados, aislamiento o deterioro en las relaciones sociales, dificultad para concentrarse, ansiedad, nerviosismo, irritabilidad, etc.

Más rasgos de la personalidad:
  • Las conductas sádicas son mayores, con más frecuencias en mujeres que en hombres.
  • Hay una dificultad en el control de impulsos, son personas muy impulsivas y se ponen en situaciones de riesgo.
  • Llegan a dañarse, a infligirse lesiones, a intentos suicidas, este resultado de su personalidad impulsividad.
  • Al no tener el control no tienen un manejo de sus impulsos.
  • Tienden aislarse (laceración social grave) para que la gente no se dé cuenta que tiene miedo a comer, que tiene miedo se subir de peso.
  • Y cuando hay una actitud purgativa causa erosión en todo el cuerpo por la pérdida de líquidos y sales.
  • Tiene que ver con la contracción de los músculos que derivan en calambres, además de que se deben atender problemas gastrointestinales como la ulceras, o en relación a la perdida de dientes, entre otros.
  • Entre el 30% o 40% de los pacientes con estos síntomas, registran cuadro de ansiedad o depresión.
  • “Es decir puedo tener un trastorno alimenticio, con una personalidad obsesiva, o depresiva, o dependiente”.
¿La diferencia? Esto sucede de una manera mucha más agresiva. Son personas que pertenecen al grupo más extremo denominadas las “ANAS” que engloban a los que no tienen conciencia de la gravedad de sus actos. Si no se aceptan como son, pueden llegar a límites insospechados.

En las personas sadorexicas, estas formas de actuar, una vez combinadas, satisfacen sus necesidades de autoimagen, autocontrol y autoestima. Con la “ventaja” que al mismo tiempo alivian profundamente la ansiedad y no despiertan sospechas en familiares o amistades.
¿Cómo podemos detectar la sadorexia?

La sadorexia (sadomasoquismo + anorexia) se considera un trastorno alimentario de segunda generación que, ha evolucionado de la anorexia. Conjuga comportamientos anoréxicos junto con un maltrato corporal y el empleo de métodos de adelgazamiento masoquistas que infringen dolor y quitan las ansias de comer. Esto termina provocando pérdidas de peso rápidas y permanentes.
Las autolesiones también pueden utilizarse como una forma de dejar salir sus emociones y sentimientos. Estas personas piensan que el dolor físico evita prestar atención al dolor emocional que su enfermedad les provoca, y hace que se hagan daño a sí mismas.

La sadorexia es un método empleado para conseguir una delgadez extrema, la cual es visible sólo para los ojos de los demás. Quienes padecen esta enfermedad empiezan a perder más y más quilos con la sensación de que nunca es suficiente o presos de un intenso miedo a recuperarlos.

Por lo tanto, a día de hoy, el dolor como fórmula de adelgazamiento máximo también está identificado. Existen tres tipos de auto-maltrato o self-injury:
  1. Mutilación o desfiguración permanente: es decir, la amputación de un miembro.
  2. Mutilación estérea: golpearse, morderse, cortarse profundamente…
  3. Mutilación superficial: cortes, quemaduras, romperse algún hueso, etc.
Las autolesiones también pueden utilizarse como una forma de dejar salir sus emociones y sentimientos. Estas personas piensan que el dolor físico evita prestar atención al dolor emocional que su enfermedad les provoca, y hace que se hagan daño a sí mismas.

¿Existen tratamientos eficaces para la sadorexia?

A falta de estudios que nos permitan hablar de una intervención específica y efectiva, en consulta se están adaptando protocolos que sabemos que funcionan con otros trastornos en los que la imagen corporal y la autoestima están afectadas.

Es importante que tengamos en cuenta la existencia de este trastorno, ya que están aumentando los casos de personas que se maltratan físicamente para desviar la atención del hambre y así evitar comer para mantenerse delgados. Como en todo trastorno alimenticio, la sadorexia requiere de un tratamiento psicológico para hacer que esas personas dejen de maltratarse a sí mismas y vuelvan a dotar a su cuerpo de los nutrientes necesarios para poder vivir adecuadamente. El manejo nutricional es básico e imprescindible.

Se sugiere: Si una persona padece sadorexia, en primer lugar es necesario un control adecuado sobre qué es lo que estas personas comen, así como el mantenimiento de un cuidado excesivo por quienes le rodean (familiares y amigos directos), para evitar que siga autolesionándose. Tratamiento psicológico y supervisión médica.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

El Estigma de ir al Psicólogo

¿Por qué el estigma de ir al psicólogo? ¿De dónde viene el prejuicio acerca de ir al psicólogo? ¿Acaso sigue siendo un tabú? Éstas y más, son preguntas que me sorprende tener que hacerlas en pleno siglo XXI.

Asistir a una terapia psicológica era una novedad en el siglo pasado. Hoy por hoy no tendría por qué serlo. Ahora conocemos para qué sirve y sus grandes beneficios para la salud.

El estigma de la enfermedad

El estigma de ir al psicólogo está íntimamente relacionado con las creencias que tenemos sobre la enfermedad mental. Ésta última suele estar negativamente asociada a las etiquetas que la sociedad ha colocado a las personas con graves dificultades emocionales, cognitivas y conductuales a lo largo de la historia. Sin embargo, hoy conocemos cuáles son las causas de la mayoría de enfermedades psiquiátricas o psicológicas. Mucho tienen que ver con la genética, el entorno, la crianza, la vivencia de situaciones estresantes o traumáticas, entre otros factores. Entonces, muchos se preguntarán ¿Por qué el estigma? Si ningún ser humano escoge padecer de estos desórdenes, menos aún, sufrir sus consecuencias.

El estigma de ir al psicólogo nace a partir de los estereotipos que como sociedad hemos contribuido a construir. Por lo general, se tratan de estereotipos negativos, con un trasfondo de rechazo y de discriminación hacia aquellos que parecen no tener su vida bajo control. Ello está relacionado a la preconcepción de que estas personas son de alguna manera inferiores o simplemente diferentes al resto de la población concebida como “normal.” No obstante, cabe recalcar que la normalidad es un simple sinónimo de común y lo “anormal” debería entenderse como poco común.

Lidiar con los problemas

Más allá de lo que signifique la enfermedad mental para cada persona, lo que encuentro más importante es cómo cada uno lidia con ello y sus conflictos. Existen muchos individuos capaces de solucionar sus problemas y manejar situaciones complejas con la mínima necesidad de un apoyo externo. Hay quienes necesitan una guía y orientación para el mismo propósito y aquellos que necesitan un tratamiento formal para resolver los conflictos y trastornos que los aquejan.

Cabe señalar en este punto que no sólo las personas con un trastorno psiquiátrico o psicológico como la esquizofrenia o la depresión deben acudir al psicólogo. Las personas que gozan de una aparente salud mental, también son proclives a experimentar problemas personales a nivel emocional o en su comportamiento, problemas de pareja, conflictos familiares y a vivir situaciones de alto estrés o traumáticas. Ninguna persona, por más recursiva y equilibrada que sea en su día a día, está exenta de vivir episodios de crisis o atravesar problemas vitales.

La respuesta que se necesita

Las etiquetas, los estereotipos y el estigma de ir al psicólogo, reducen las posibilidades de que una persona en necesidad busque el apoyo que necesita. Es por ello, que encuentro importante responsabilizarnos como comunidad, de parar la discriminación de quienes acuden a un servicio psicológico y fomentar una cultura tolerante, flexible y comprensiva de los problemas que nos aquejan como sociedad. Tal vez así, muchas personas podrían resolver con mayor facilidad sus conflictos. Un primer paso para lograrlo, es educarnos sobre qué es la psicoterapia, para qué sirve ir al psicólogo y conocer sus beneficios.

El estigma se fundamenta en una mezcla de ignorancia y de predisposición a tener motivos para discriminar a ciertos grupos de personas. Sin embargo, el estigma de la psicoterapia se ha desvaneciendo hasta casi desaparecer en buena parte de los países. El motivo es que, como todo estigma, solo se fundamentaba en creencias equivocadas acerca de este tipo de intervenciones en pacientes, y el paso del tiempo ha ido dejando al descubierto este mito por todos los beneficios de acudir a terapia o estar en un proceso psicoterapéutico.


Psicología Clínica