El
trastorno narcisista de personalidad se presenta, clínicamente, en tres niveles
de gravedad. Los casos más leves, que parecen “neuróticos”, suelen presentar
indicaciones para el psicoanálisis. Consultan típicamente sólo por un síntoma
significativo, que parece tan vinculado a su patología de carácter que todo,
excepto el tratamiento de su trastorno de personalidad, parecería inadecuado.
Por el contrario, otros pacientes narcisistas a este nivel presentan síntomas
que pueden ser tratados sin esfuerzo para modificar o resolver su estructura de
personalidad narcisista.
Todos estos pacientes parecen funcionar muy bien, en
general, aunque presentan típicamente problemas significativos en relaciones
íntimas a largo plazo, y en interacciones profesionales o laborales a largo
plazo. Un segundo nivel de gravedad refleja el síndrome narcisista típico, con
las diversas manifestaciones clínicas que describiremos más abajo. Estos
pacientes necesitan, definitivamente, tratamiento para su trastorno de
personalidad, y aquí la elección entre tratamiento psicoanalítico estándar y
psicoterapia psicoanalítica depende de las indicaciones y contraindicaciones
individualizadas. En un tercer nivel de gravedad, los pacientes con trastorno
narcisista de personalidad funcionan a un nivel abiertamente borderline: además
de todas las manifestaciones típicas del trastorno narcisista de personalidad,
estos pacientes también presentan una carencia general de tolerancia a la
ansiedad y control de los impulsos, así como una severa reducción en las
funciones sublimatorias (es decir, en la capacidad para la productividad o la
creatividad más allá de la gratificación o las necesidades de supervivencia).
Estos pacientes normalmente muestran un fallo grave y crónico en su trabajo y
su profesión, y fracaso crónico en sus intentos de establecer o mantener
relaciones amorosas íntimas. En este mismo nivel de gravedad, otro grupo de
pacientes no muestra rasgos abiertamente borderline, pero sí presentan una
significativa actividad antisocial, que, previsiblemente, los sitúa en la misma
categoría que aquellos que funcionan a un nivel borderline.
Todos
estos pacientes gravemente narcisistas pueden responder a una psicoterapia
psicoanalítica, centrada en la transferencia, a menos que, por razones
específicas para cada individuo, este enfoque pareciera contraindicado, en cuyo
caso el tratamiento de elección podría ser un enfoque más de apoyo o
cognitivo-conductual (Kernberg, 1997; Levy y col., 2005). Los pacientes cuya
conducta antisocial es predominantemente pasiva y parasitaria presentan menos
amenaza para sí mismos y para el terapeuta que aquellos que presentan una
severa conducta suicida y parasuicida, o ataques violentos contra los otros. La
agresión contra los otros o contra uno mismo es típica de la conducta
antisocial de tipo agresivo, especialmente cuando estos pacientes cumplen los
criterios para el síndrome de narcisismo maligno. Ese síndrome incluye, además
del trastorno narcisista de personalidad, una grave conducta antisocial,
importantes tendencias paranoides, y agresión egosintónica (esta última puede
dirigirse contra uno mismo o contra los otros).
Revisemos
ahora, brevemente, los rasgos dominantes del trastorno narcisista de la
personalidad tal como se representan típicamente, especialmente en el nivel
intermedio o segundo en gravedad (Kernberg, 1997).
1. Patología del self: estos pacientes
muestran un egocentrismo excesivo, excesiva dependencia de la admiración de los
otros, predominio de fantasías de éxito y grandiosidad, evitación de realidades
que sean contrarias a la imagen inflada que tienen que sí mismos, y episodios
de inseguridad que perturban su sentimiento de grandiosidad o de ser
especiales.
2. Patología de la relación con los otros:
estos pacientes sufren una envidia desorbitada, consciente e inconsciente.
Muestran avaricia y conducta explotadora hacia los otros, se sienten con
derecho, devalúan a los otros, y son incapaces de depender realmente de ellos
(en contraste con necesitar su admiración). Muestran una falta llamativa de
empatía con los demás, superficialidad en su vida emocional, y carecen de
capacidad para comprometerse con las relaciones, objetivos o propósitos
conjuntos con los otros.
3. Patología del superyó (sistemas de valores
internalizados conscientes e inconscientes): en un nivel relativamente más
leve, los pacientes muestran un déficit en su capacidad para la tristeza y el
duelo; su autoestima está regulada por graves cambios de humor en lugar de
estarlo por una autocrítica limitada y focalizada: parecen estar determinados
por una cultura de la “vergüenza” en lugar de por una cultura de la “culpa”; y
sus valores tienen una calidad infantil. La patología más grave del superyó,
además del duelo defectuoso, supone conducta antisocial crónica y una
irresponsabilidad significativa en las relaciones. Una falta de consideración
hacia los otros descarta cualquier capacidad de culpa o remordimiento por dicha
conducta devaluadora. El narcisismo maligno, un síndrome específico mencionado
previamente, refleja una patología severa del superyó caracterizada por la
combinación de trastorno narcisista de personalidad, conducta antisocial,
agresión egosintónica (dirigida contra uno mismo y/o contra otros), y marcadas
tendencias paranoicas.
4. Un estado básico del self en estos
pacientes es un sentimiento crónico de vacío y aburrimiento, lo que resulta en
hambre de estímulos y el deseo de estimulación artificial de la respuesta
afectiva por medio de drogas o alcohol, que predispone al abuso de sustancias y
la dependencia de las mismas.
Los
pacientes con trastorno narcisista de la personalidad pueden presentar complicaciones
típicas de este trastorno, incluyendo promiscuidad o inhibición sexual,
dependencia de drogas o alcoholismo, parasitismo social, tendencias suicidas o
parasuicidas graves (tipo narcisista), y, bajo condiciones de estrés y
regresión severos, la posibilidad de desarrollos paranoides significativos y
breves episodios psicóticos.
Cuestiones
técnicas generales en el tratamiento del trastorno narcisista de personalidad
Como
he apuntado, las indicaciones para distintas modalidades narcisistas y otras formas
de tratamiento dependen de la gravedad de la enfermedad y la combinación
individual de síntomas y patología de carácter. Las técnicas generales de
psicoanálisis y psicoterapia psicoanalítica estándar tienen que ser modificadas
o enriquecidas con enfoques específicos para manejar los vínculos de
transferencia-contratransferencia (Koenisberg y col., 2000). Sin explorar más
aquí las diferencias generales entre estas modalidades de tratamiento o sus
indicaciones respectivas, especificaré temas concretos que típicamente emergen
en el tratamiento de pacientes narcisistas y que se vuelven especialmente
dominantes en los encuentros con los “pacientes narcisistas casi intratables”
que presentaré. Estos temas requieren enfoques técnicos específicos, que se basen
en todo el espectro de tratamientos psicoanalíticamente derivados, que también
describiré.
Una
cuestión nuclear para los pacientes narcisistas es su incapacidad de depender
del terapeuta, porque esa dependencia se siente como humillante. Se defienden
de ese miedo a la dependencia, a menudo inconsciente, con intentos de controlar
omnipotentemente el tratamiento (Kernberg, 1984; Rosenfeld, 1987).
Clínicamente, esto toma la forma del afán del paciente por el “autoanálisis”,
como opuesto a la colaboración con el terapeuta para dar lugar a la integración
y la reflexión. Estos pacientes tratan al terapeuta como si fuera una “máquina
expendedora” de interpretaciones, de las que entonces se pueden apropiar,
sintiéndose, al mismo tiempo, decepcionados por no recibir interpretaciones
suficientes, o no del tipo adecuado, desestimando todo lo que podrían aprender
de él. Por esta razón, el tratamiento a menudo mantiene una cualidad de
“primera sesión” durante un periodo prolongado. Los pacientes narcisistas se
muestran intensamente competitivos con el terapeuta, y sospechan de lo que
consideran la actitud indiferente o explotadora de éste hacia ellos. No pueden
concebir al terapeuta como espontáneamente interesado y honestamente preocupado
por ellos; como resultado, muestran una devaluación y desprecio significativos
hacia el terapeuta.
Los
pacientes narcisistas también pueden mostrar una idealización defensiva del
terapeuta, considerándolo “el mejor”, pero dicha idealización es frágil y puede
hacerse añicos rápidamente por la devaluación y el desprecio. También puede
formar parte del control omnipotente que conviene a su grandiosidad, en tanto
que estos pacientes intentan forzar inconscientemente al terapeuta para que
siempre sea convincente y brillante, pero no superior a ellos, puesto que esto
generaría envidia. Necesitan que el terapeuta mantenga su “brillantez” para
protegerse a sí mismo de la tendencia de los pacientes a devaluarlo, que una
vez actuada los dejaría sintiéndose totalmente perdidos y abandonados en el tratamiento.
Un
rasgo importante de todas estas manifestaciones es la envidia consciente e
inconsciente del terapeuta, el sentimiento consistente por parte del paciente
de que sólo puede haber una persona genial en la habitación, que necesariamente
despreciará a la otra, inferior a ella. Esta creencia motiva que el paciente
intente estar por encima, aun a riesgo de sentirse abandonado debido a la
pérdida del terapeuta devaluado. La envidia al terapeuta es al mismo tiempo una
fuente interminable de resentimiento por lo que el terapeuta tiene que dar, y
adopta muchas formas. La más importante es la envidia de la creatividad del
terapeuta, del hecho de que puede entender creativamente al paciente en lugar
de ofrecer respuestas manidas y estereotipadas que puedan ser memorizadas por
el paciente. También se envidia la capacidad del terapeuta para invertir en una
relación, capacidad de la que el paciente sabe que carece. La consecuencia más
importante de estos conflictos en torno a la envidia son reacciones terapéuticas
negativas: típicamente el paciente se siente peor tras una situación en la que
reconoció claramente haber sido ayudado. El resentimiento envidioso del
terapeuta puede ser actuado en diversas formas, incluyendo el enfrentar a un
terapeuta con otro; la pseudoidentificación agresiva en la cual el paciente
desempeña el papel del terapeuta en una interacción destructiva con terceras
partes; y, con bastante frecuencia, el que el paciente construya la idea de que
sólo él es la causa de su progreso.
El
análisis del self idealizado y las representaciones de objeto idealizadas que
se consolidan conjuntamente en el self grandioso patológico de estos pacientes
tiende a reducir gradualmente tanto la grandiosidad en la transferencia como la
pseudointegración de ese self, y trae a la transferencia las relaciones
objetales primitivas internalizadas y los investimentos afectivos primitivos
que las asisten. Este desarrollo se muestra clínicamente en el descubrimiento
de las reacciones agresivas como parte de esas relaciones objetales primitivas,
incluyendo la conducta suicida y parasuicida en la identificación inconsciente
con objetos hostiles poderosos: la “victoria” de estas representaciones
objetales primitivas sobre el terapeuta puede ser simbolizada por la destrucción
del cuerpo del paciente.
Las
tendencias suicidas crónicas de los pacientes narcisistas tienen una cualidad
premeditada, calculada, fríamente sádica, que difiere de la cualidad suicida
impulsiva, “decidida sobre la marcha”, de los pacientes borderline normales
(Kernberg, 2001). La proyección de representaciones objetales persecutorias en
el terapeuta en forma de transferencias paranoides severas también puede llegar
a ser predominante, así como una forma de rabia narcisista que expresa el
sentirse con derecho y el resentimiento envidioso. “Robar” al terapeuta puede
tomar la forma de aprender su idioma y aplicarlo a los demás, o puede mostrarse
en el síndrome de perversidad, en el que lo que se recibe del terapeuta como
una expresión de interés y compromiso se transforma malignamente en una
expresión de agresión hacia los demás. La corrupción de los valores del superó
puede ser actuada como conducta antisocial que el paciente percibe
inconscientemente como causada por la irresponsabilidad del terapeuta en lugar
de por él mismo.
La
actitud narcisista de sentirse con derecho, y la incorporación ávida de lo que
el paciente siente que se le niega puede tomar la forma de transferencias
aparentemente eróticas, demandas de ser amado por el terapeuta, o incluso
esfuerzos por seducir al terapeuta como parte de un esfuerzo global por
destruir su rol. Éstas son complicaciones severas, muy distintas de las
transferencias eróticas de los pacientes neuróticos.
Cuando
tiene lugar la mejoría, la envidia severa suele disminuir y comienza a emerger
la capacidad de gratitud en las relaciones transferenciales y
extratransferenciales, especialmente en la relación con compañeros íntimos
sexuales. La envidia al otro género es un conflicto inconsciente dominante en
las personalidades narcisistas, y la disminución de esta envidia permite una
disminución de las actitudes devaluadoras inconscientes hacia las parejas
íntimas y, por tanto, una mayor capacidad de mantener relaciones amorosas. Los
pacientes narcisistas pueden volverse más tolerantes con sus sentimientos de
envidia sin tener que actuarlos, y el darse cada vez más cuenta de los mismos
permite que disminuyan gradualmente las tendencias a la devaluación defensiva.
El desarrollo de sentimientos más maduros de culpa y de preocupación por las
actitudes agresivas y explotadoras indica la consolidación del superyó y la
profundización de las relaciones objetales. A veces, sin embargo, el superyó,
ahora integrado, es tan sádico como para ocasionar depresión severa en estos
pacientes según empieza a mejorar su patología de carácter.
En
condiciones óptimas, los pacientes que han sentido predominantemente durante un
período de tiempo prolongado transferencias psicopáticas (una convicción de la
falta de honestidad del terapeuta, o falta de honestidad y decepción consciente
por parte del paciente) pueden cambiar a transferencias paranoides contra las
que las transferencias psicopáticas han constituido una defensa. Más adelante,
esas transferencias paranoides (relacionadas con la proyección de
representaciones objetales persecutorias y precursores del superyó sobre el
terapeuta) pueden transformarse en transferencias depresivas, cuando el
paciente empieza a ser capaz de tolerar sentimientos ambivalentes y de
reconocer su experiencia de sentimientos intensamente positivos e intensamente
negativos hacia el objeto de vergüenza (Kernberg, 1992).
Tal
vez el desarrollo de la transferencia más difícil de manejar es el de los
pacientes con agresión extremadamente intensa que puede presentarse como
conducta suicida y parasuicida casi incontrolable fuera de las sesiones, y como
transferencias sadomasoquistas crónicas en las sesiones. En el último caso, el
paciente ataca sádicamente al terapeuta durante un periodo prolongado,
intentando claramente provocar en él una respuesta similar. Si el terapeuta se
ve obligado a ello, el paciente lo acusa entonces de ser agresivo y
destructivo. En todo esto, el paciente se siente como una víctima indefensa del
terapeuta. A este desarrollo de una relación masoquista secundaria con el terapeuta
puede seguirlo, a su vez, la agresión dirigida hacia uno mismo en la que el
paciente se acusa exageradamente de “maldad”, sólo para volver al final a la
conducta sádica hacia el terapeuta, reiniciando, así, el ciclo. Aquí el enfoque
técnico implica señalarle al paciente estos patrones de verse a sí mismo y al
otro como agresor o víctima en la transferencia, con frecuentes inversiones de
roles.
Otra
manifestación de la agresión severa en la transferencia es el síndrome de
arrogancia, presente con bastante frecuencia en las personalidades narcisistas
que funcionan a un nivel claramente borderline: una combinación de conducta
arrogante intensa, extrema curiosidad hacia el terapeuta y su vida pero poca
hacia sí mismo, y “pseudoestupidez”, incapacidad de aceptar ningún argumento
lógico, racional (Bion, 1967). El principal propósito defensivo de este
síndrome es proteger al paciente contra cualquier conciencia de la intensa
agresión que lo controla. El afecto agresivo se expresa en la conducta, en
lugar de en un proceso representacional afectivamente marcado.
Si
bien estos desarrollos transferenciales pueden emerger en cualquier modalidad
de tratamiento, la ventaja de las psicoterapias psicodinámicas y el
psicoanálisis, cuando estén indicados, es que pueden permitir la resolución de
estas manifestaciones transferenciales por medio del foco interpretativo. Por
el contrario, los tratamientos de apoyo y cognitivo-conductuales pueden
controlar y reducir los efectos más severos de estos desarrollos
transferenciales sobre la relación con el terapeuta, pero su control
inconsciente continuado de la vida del paciente sigue siendo un problema
importante. Los enfoques de apoyo y cognitivo-conductuales pueden reducir,
mediante la educación combinada con una actitud general de apoyo, la naturaleza
inapropiada de las interacciones del paciente en el trabajo o en el ámbito
laboral. Sin embargo, en mi experiencia, el trabajo en este nivel no es
suficiente para modificar la incapacidad de estos pacientes para establecer
relaciones amorosas profundas, y para mantener relaciones íntimas gratificantes
en general. Y, con no poca frecuencia, los complicados desarrollos evolutivos
descritos más arriba pueden socavar los enfoques de apoyo o
cognitivo-conductuales. Por tanto, cuando parece razonable creer que el
paciente puede tolerar un enfoque analítico, independientemente de la gravedad
de la sintomatología, esa indicación generalmente tiene un pronóstico positivo.
Sin embargo, como veremos en la siguiente sección, dicho enfoque analítico
tiene límites definidos.
Hay
referencias en la literatura psicoanalítica, especialmente dentro de la
tradición kleiniana, que indican el éxito terapéutico al utilizar enfoques
analíticos sin modificar con pacientes narcisistas gravemente enfermos (Bion,
1967; Spilliuis, 1988; Spillius y Feldman, 1989; Steiner, 1993). El trabajo de
Steiner, especialmente, se refiere claramente al análisis de los pacientes
narcisistas, a quienes él designa como presentando una “organización
patológica”; Hinshelwood (1994) apunta al uso de este término en la literatura
kleiniana en referencia a las “personalidades inaccesibles”. Un problema, sin
embargo, es que la descripción general de dichos pacientes en esa literatura
suele carecer de información suficientemente detallada sobre su sintomatología
general y características de personalidad, haciendo difícil compararlos con los
pacientes a quienes nos referimos en nuestro trabajo en Coronel. Además, las
descripciones sutiles y convincentes en la literatura kleiniana de un las interpretaciones
transferenciales con estos pacientes transmiten un sentimiento de su eficacia
que deja abierta la cuestión más amplia de la eficacia del tratamiento de
amplio rango y, así, no nos permite especificar indicaciones y
contraindicaciones.
Hemos
sido fuertemente influenciados por los insights clínicos de la escuela
kleiniana, pero nos preguntamos si sus fragmentos clínicos podrían no estar
principalmente extraídos de casos exitosos, con poca atención a los casos no
aceptados, no exitosos o interrumpidos. Por supuesto, la mayoría de los
analistas, de cualquier orientación, tienden a mencionar sólo en privado los
casos que no han sido exitosos, o los casos que han rechazado por demasiado
problemáticos. En este artículo, por el contrario, me centro específicamente en
los casos más severos dentro del espectro narcisista, en el contexto de una
cuidadosa evaluación de los síntomas, la personalidad y los desarrollos de
largo alcance, y a la experiencia de éxito y de fracaso en ellos.
La
presentación típica de los pacientes “imposibles”
Los
aspectos pronósticos negativos a menudo se hacen evidentes durante la
evaluación inicial de los pacientes, pero todos estamos familiarizados con
casos en los cuales, a pesar de la cuidadosa recogida y evaluación de la
historia, la información importante emerge sólo una vez que ha comenzado el
tratamiento, alterando nuestras impresiones iniciales diagnósticas y de
pronóstico. Existen, sin embargo, manifestaciones típicas, identificables en la
evaluación clínica, de lo que finalmente pueden suponer obstáculos casi
insalvables para el tratamiento. Los siguientes casos reflejan esas señales
frecuentes de peligro.
Fracaso
laboral crónico a pesar de un gran bagaje formativo y gran capacidad
Son
pacientes que durante muchos años han trabajado por debajo de su nivel de
formación y su capacidad, y a menudo son propensos a un estatus “discapacitado”
de modo que deben ser cuidados por sus familias (si éstas pueden ayudarlos) o
por el sistema público de ayudas sociales. Dicha dependencia crónica de la
familia o de un sistema de apoyo social representa un importante beneficio
secundario de la enfermedad, una de las principales causa de fracaso del
tratamiento. En los Estados Unidos, al menos, estos pacientes son grandes
consumidores de servicios sociales y terapéuticos; sin embargo, si se pusieran
bien, no estarían ya cualificados para obtener los apoyos que mantienen su
existencia. Estos pacientes acuden a tratamiento, consciente o
inconscientemente, no porque estén interesados en mejorar, sino para demostrar
al sistema social su incapacidad de mejorar y, por tanto, su necesidad de
seguir recibiendo apoyo. Puesto que normalmente se les requiere que estén en
algún tipo de tratamiento para obtener una vivienda social, SSI [N. de T.: pago
de subsidio social], SSD [N. de T.: seguridad social médica], y otros
beneficios, van de programa en programa, de terapeuta en terapeuta. Michael
Stone, un miembro senior de nuestro Instituto de Trastornos de la Personalidad
en Cornell, ha concluido que, a fines prácticos, si un paciente fuera capaz de
ganar trabajando al menos 1,5 veces la cantidad que está recibiendo de los
sistemas de asistencia social, podría ser la oportunidad de que finalmente se
viera motivado a volver a trabajar. De otro modo, el beneficio secundario de la
enfermedad puede pesar más (Stone, 1990).
La
psicodinámica subyacente de esta situación varía de un caso a otro. Hay
pacientes que estarían dispuestos a trabajar si inmediatamente se convirtieran
en directores de una importante industria, o en líderes dentro de su profesión.
Consideran la necesidad de empezar en una posición “inferior” como una
humillación intolerable. Hay muchos pacientes que prefieren obtener
prestaciones sociales antes que soportar la “humillación” de trabajar en una
posición subordinada. Hay casos en cuya dinámica el aspecto dominante es la ira
inconsciente porque se espera que cuiden de sí mismos. Son pacientes que
sienten que dados los graves traumas o frustraciones que han padecido, merecen
un tratamiento especial en la vida; volverse activos en su propio nombre
significaría renunciar a esa expectativa vengativa.
Conscientemente,
estas dinámicas pueden mostrarse sólo como la emergencia de síntomas graves de
angustia o incluso depresión siempre que estos pacientes intentan trabajar. A
menudo son pacientes que han aprendido de memoria todos los síntomas de los
trastornos de ansiedad, que afirman por una parte que tienen un trastorno de
ansiedad crónico por el que deben recibir tratamiento psicofarmacológico continuado
y, por otra, que incluso con el uso de medicación, la angustia se vuelve
incontrolable siempre que intentan trabajar. Esta emergencia específica de
angustia grave cuando se contempla cualquier posibilidad de trabajo es
especialmente ominosa. Hay aún otros pacientes en cuya patología predominan los
aspectos antisociales; mientras puedan explotar a su familia o a la sociedad,
les parece de tontos -y, por tanto humillante- trabajar.
Esta
condición de fracaso en el mundo laborar puede fusionarse con fantasías
grandiosas de capacidades y de éxito que permanecen indiscutidas en tanto el
paciente no se convierte en parte de la fuerza de trabajo: la racionalización
de este patrón de parasitismo social puede incluir una profesión fantaseada o
un talento que el paciente tiene que nadie ha reconocido hasta ahora: el pintor
desconocido, el autor inhibido, el músico revolucionario. A menudo dicho
paciente está perfectamente dispuesto a entrar en tratamiento en tanto otra
persona lo pague, y lo abandonará cuando esto ya no sea posible, aun si el
tratamiento podría continuar si el paciente quisiera y pudiera tener un empleo
remunerado.
Caso
1. El paciente, un hombre a final de los cuarenta de una familia aristocrática
de Gran Bretaña, había estudiado en importantes universidades de Estados Unidos
y había emprendido una carrera empresarial. Allí, a pesar de las excelentes
recomendaciones y las conexiones sociales, no había conseguido progresar debido
a su conducta arrogante, demandante y sutilmente irresponsable. Habiendo
perdido importantes promociones, cambió de una empresa a otra, creándose
finalmente la reputación de alguien en quien no se podía confiar para una
posición de liderazgo. Se casó con una mujer de negocios que había conocido en
uno de sus negocios, que, originariamente, estaba en una posición subordinada a
la suya; sin embargo, mediante su inteligencia y el trabajo duro, ella había
conseguido ser promovida a posiciones superiores.
Su
mujer, finalmente, lo sobrepasó en el mundo de la empresa, con lo cual él se
retiró completamente del trabajo. Comenzó a beber, se deprimió y desarrolló los
síntomas hipocondríacos que motivaron que buscara tratamiento primero con
internistas, tras cual fue referido para tratamiento psiquiátrico. Tras breves
encuentros psicoterapéuticos con diversos psiquiatras, todos los cuales desechó
por parecerle inútiles, comenzó el psicoanálisis. En ese momento llevaba varios
años sin trabajar. Vivía de una herencia que rápidamente iba disminuyendo y de
la privilegiada situación financiera de su esposa, al tiempo que estaba
resentido por su dependencia de ella, resentimiento que actuaba manteniendo
breves relaciones con una serie de mujeres.
Presentaba
un trastorno de personalidad narcisista bastante típico, y la transferencia con
su analista evolucionó rápidamente a alternar entre manifestaciones de intensa
envidia y devaluación. Percibía a su analista como un hombre de negocios
exitoso y despiadado a quien odiaba, una actitud similar a los sentimientos
dominantes que albergaba hacia su mujer y, en un nivel más profundo, hacia su
madre, dominante, egocéntrica y “aristocrática”. En otras ocasiones percibía al
analista como un profesional fracasado, incompetente e “hipócrita”, un aspecto
proyectado de la imagen que tenía de sí mismo, mientras que se identificaba con
la superioridad grandiosa que había percibido en su madre. El tratamiento se
convirtió en una fuente importante de beneficio secundario porque, mientras
siguiera padeciendo depresión e inseguridad, “no tenía sentido” para él
trabajar y, así, podía evitar el profundo sentimiento de humillación de tener
que reconocer su fracaso profesional como consecuencia de su conducta. Lo que
es tal vez más importante, cualquier intento de resucitar su carrera
necesitaría aceptar lo que él consideraría una posición de bajo nivel, lo que
representaría otra humillación intolerable. Sólo tras un impasse en el tratamiento,
y la subsiguiente insistencia del analista para volver a trabajar como
precondición para continuar el tratamiento, la situación cambió, dando lugar a
un absoluto despliegue de sentimientos de odio y humillación en la
transferencia, y a abrir la posibilidad de elaborar su estructura narcisista en
ese contexto. Su sentimiento de humillación por tener que trabajar en una
posición “inferior”, la fantasía de que el analista estaba despreciándolo por
eso, y su resentimiento envidioso por la “vida mejor” del analista fueron
elaborados gradualmente, y finalmente permitieron la emergencia de la gratitud
por la paciencia del analista, y la dependencia auténtica de una imagen materna
amorosa. Este desarrollo en la transferencia dio lugar, a su vez, a una mejoría
importante en los sentimientos hacia su esposa, y en su relación con ella. En
el momento de la terminación había mejorado enormemente.
El
análisis de esta provocadora devaluación del analista, que en su momento yo
consideré una defensa narcisista contra la dependencia, abrió la compleja
dinámica de su trasfondo familiar. Describía a su madre como extremadamente controladora
y, sin embargo, absolutamente desinteresada en lo que su hija estaba implicada
y cuáles eran sus sentimientos y a su padre, que apoyaba totalmente a su mujer,
como agradable pero impotente. La paciente dijo que, sin embargo, había
aprendido a manipularlo y poder utilizarlo así para liberarse del control de la
madre sin enfrentarse abiertamente a ella. La manipulación, el carácter
engañoso, y el control implacable dominaban las interacciones de la paciente
con sus padres y con su hermana menor. Yo había esperado elaborar gradualmente
su devaluación de mí mediante el análisis de su repetición transferencial de la
constelación familiar. Dos años después, sin embargo, cuando se acercaba la
graduación como residente médica y revisamos dónde se hallaba, y cuáles serían
los acuerdos futuros para su análisis, la paciente, aun reconociendo que le iba
mucho mejor en su trabajo y que sus profesores habían notado su mejoría,
estaba, sin embargo, convencida de que había logrado todo esto por sí misma.
Decía “de ningún modo” en cuanto a que el análisis la hubiera ayudado y, por
supuesto, terminaría el análisis el día que su padre dejase de pagar por él.
Esto fue exactamente lo que sucedió, ¡un resultado que sirve como formidable
testimonio del poder de las defensas narcisistas frente a la vulnerabilidad y
la dependencia!
El
enfoque terapéutico en estos casos debe incluir intentos de eliminar o, al
menos, reducir los beneficios secundarios de la enfermedad. Yo señalaría al
paciente que la implicación activa en el trabajo y sus experiencias
interactivas relacionadas con esto y aceptar la responsabilidad de financiar el
tratamiento son esenciales si se trata de ayudar al paciente, y que dicho
compromiso es una condición previa para llevar a cabo una psicoterapia psicoanalítica.
Dependiendo de la situación, podría concederle al paciente un periodo de
tiempo, digamos de tres a seis meses, para lograr este objetivo, con una clara
comprensión de que, de no ser así, el tratamiento se interrumpirá. Esta
condición constituye un establecimiento de límites que se convierte en parte
del marco de tratamiento y, por tanto, requiere desde el principio la
interpretación de sus implicaciones transferenciales. Hablando en términos
prácticos, estas interpretaciones pueden centrarse en la motivación
inconsciente para rechazar trabajar, la prominencia del beneficio secundario,
el posible resentimiento hacia el terapeuta por amenazar el equilibrio del
paciente y los aspectos autoderrotantes del paciente implicados en que se
niegue el bienestar, el éxito, el respeto a sí mismo, y el enriquecimiento de
la vida que proviene de la implicación exitosa y creativa con el trabajo
propio.
Con
esta modificación en la técnica, a menudo es posible vencer al beneficio
secundario de la enfermedad. En muchos casos, sin embargo, el paciente
encontrará infinitas excusas para no trabajar, e incluso puede pedir ayuda a
terceras partes (por ej. trabajadores sociales o asistentes sociales) que
pueden llamar la atención del terapeuta ante el hecho de que sus “demandas
excesivas” están incrementando los problemas y síntomas del paciente. En
distintos sistemas sociales y acuerdos de seguros de salud, el beneficio
secundario de la enfermedad puede aparecer de distintos modos, pero he podido
observar esta dinámica en un amplio espectro de contextos sociales en
diferentes países, incluyendo Austria, Finlandia y Alemania.
Arrogancia
generalizada
Este
síntoma puede dominar en pacientes que, si bien reconocen que tienen problemas
y síntomas significativos, obtienen un beneficio secundario inconsciente de la
enfermedad, demostrando la incompetencia de las profesiones de salud mental y
su incapacidad para aliviar dichos síntomas. Se vuelven súper expertos en el
campo de su sufrimiento, investigan diligentemente en Internet, revisan la
trayectoria y la orientación de los terapeutas, comparan sus defectos y sus
virtudes, y se presentan al tratamiento “para darle una oportunidad al
terapeuta”, pero obtienen consistentemente un grado inconsciente de
satisfacción en derrotar a las profesiones de ayuda. Pueden padecer síntomas
tales como conflictos matrimoniales crónicos, ataques de intensa depresión
cuando se ven amenazados con fracasos laborales, angustia y somatizaciones e,
incluso, depresión crónica significativa. Esta última responde sólo
“parcialmente” a cualquier tratamiento psicofarmacológico que estos pacientes
reciban (e incluso al tratamiento electroconvulsivo, que a veces se recomienda
cuestionablemente). No es infrecuente que la combinación de tratamiento
psicoterapéutico y psicofarmacológico dé lugar temporalmente a una mejoría
sorprendente, que desde la perspectiva de estos pacientes se debe a la
medicación únicamente; el tratamiento psicoterapéutico no se considera útil y
se vuelve innecesario (luego, más adelante, la medicación “deja de funcionar”).
El
cambio repentino (apuntado anteriormente) de la idealización frágil del
terapeuta a su completa devaluación puede tener lugar en cualquier momento. A
veces, un tratamiento de muchos meses de duración que parecía estar progresando
satisfactoriamente se ve inesperadamente perturbado por un intenso estallido de
envidia hacia el terapeuta que desencadena una devaluación radical del mismo.
La evaluación inicial de estos pacientes suele revelar una arrogancia
egosintónica que puede evolucionar a una conducta y una rudeza extremadamente
inadecuadas en algunos casos, o ser ligeramente enmascaradas en otros bajo una
fachada superficial de tacto adecuado. Esta arrogancia caracterológica tiene
que diferenciarse del síndrome de arrogancia descrito por Bion (1967). Este
último incluye intensas tormentas afectivas en la transferencia y en el
contexto de una psicoterapia psicoanalítica en la que la relación del paciente
con el terapeuta está firmemente establecida tiene un mejor pronóstico.
La
arrogancia generalizada puede ser aquí racionalizada por el paciente en
términos de aspectos culturales o ideológicos, como cuando una paciente rechaza
a todos los terapeutas varones porque “no entienden a las mujeres”, mientras
que regaña a su terapeuta mujer por someterse a las reglas de los hombres,
incluyendo las que atañen a la relación terapéutica. Cuando los esfuerzos por
debilitar el marco terapéutico de la terapeuta mujer fracasan, dicha paciente
puede hacer una retirada triunfal del tratamiento con esa mujer tan “rígida,
servil”. Racionalizaciones parecidas pueden implicar prejuicios raciales,
supuestas diferencias políticas u orientaciones religiosas.
Caso
3. Una mujer en mitad de los cuarenta vino a tratamiento a causa de sus ideas
suicidas crónicas, varios intentos frustrados de suicidio que tuvieron una
calidad en cierto modo histriónica, y una larga historia de depresión que no
había respondido a la medicación antidepresiva. Había sido directora de oficina
con 20 ó 30 personas a su cargo, y, en realidad, había ocupado diversos puestos
similares, siguiendo su ejercicio, en todos ellos, una trayectoria recurrente:
al principio era muy exitosa y enérgica, impresionando a la gente con su
inteligencia y su actitud resolutiva, sin embargo, desarrollaba conflictos con
sus colaboradores, estallaba en rabietas, se ausentaba injustificadamente, y,
finalmente, dimitía o se le pedía que lo hiciera. En el momento en que acudió a
nuestra clínica había estado en paro durante casi un año, y le perturbaba su
dificultad para encontrar un puesto acorde a su nivel de experiencia. Estaba
casada, y mencionó con gran vacilación que debido a la impotencia de su marido
llevaban varios años sin tener sexo. En el momento de tomar la historia, mis
intentos por elucidar más aspectos de esta dificultad sexual provocaron una
reacción irritada y una afirmación enojada de que esto era problema de su
esposo y era irrelevante para el tratamiento. Dijo que estaba perfectamente
satisfecha con la situación matrimonial, y rechazó hablar más de ello.
Mostraba
síntomas de una depresión significativa, pero no indicativos de una depresión
mayor como tal. Su poca disposición a ofrecer información sobre sí misma, más
allá del reporte de los síntomas, fue una primera indicación de una actitud
negativa continuada que tomó la forma de comentarios despectivos sobre mí desde
la primera sesión. Generalmente me despreciaba a mí y al tratamiento que yo le
ofrecía, mientras que insistía firmemente en la importancia de continuar con la
medicación que estaba tomando (aunque no le estaba siendo de ayuda). Organicé
una consulta con el psicofarmacólogo de nuestro equipo, quien recomendó un
cambio de la medicación antidepresiva en combinación con una psicoterapia
conmigo.
Aunque
desde el principio fue muy escéptica sobre nuestra psicoterapia de dos sesiones
semanales, acudía puntualmente a todas las sesiones, quejándose de que la
sesión anterior no la había ayudado en absoluto. De hecho, decía, sólo la había
hecho sentir peor. Dada la grave crisis en su capacidad para trabajar, la
relación conflictiva con su marido (como reveló una investigación posterior) y
su impulsividad general y falta de tolerancia a la angustia (además de los
rasgos típicamente narcisistas de su personalidad), la diagnostiqué como
presentando un trastorno de personalidad narcisista en un nivel claramente
borderline.
Tras
unos meses de tratamiento, me enteré de que había estado consultando a otros
terapeutas mientras estaba en tratamiento conmigo, y se había comprado un
programa de autoayuda que comparaba con mis afirmaciones en las sesiones,
concluyendo, como me confesó triunfalmente, que estaba aprendiendo mucho más de
las grabaciones que escuchaba que de las sesiones. Yo intentaba centrar su
atención en su actitud despectiva durante las sesiones, y en cómo esto
reproducía los problemas que había tenido en las situaciones de trabajo, al
tiempo que perpetuaba su sentimiento de estar sola y ser incomprendida,
teniendo en cuenta el hecho de que en su mente yo había dejado totalmente de
valer la pena.
Tras
poco menos de un año de tratamiento, y después de que yo volviera de un
descanso, la paciente lo interrumpió, diciéndome que le iba muy bien, que la
medicación la había ayudado, que había encontrado otro trabajo y que estaba
preparada para arreglárselas por su cuenta. Insistió en que ya no estaba
deprimida, que le iba bien en el trabajo, y que su marido no le estaba dando
problemas.
El
enfoque técnico de estos pacientes debe incluir una confrontación cuidadosa y
un análisis sistemático de las funciones defensivas de la arrogancia en la
transferencia, señalándole al paciente en el proceso, desde el principio, que,
dada su disposición emocional, existe el riesgo de que el tratamiento finalice
de forma prematura debido a la devaluación del terapeuta. Normalmente, el
paciente teme, por identificación proyectiva, que el terapeuta tenga una
disposición despreciativa hacia él, y que, por tanto, si la superioridad del
paciente se ve desafiada o destruida, estará sujeto a una devaluación
humillante por parte del terapeuta. Puesto que la identificación inconsciente
del paciente con un objeto parental grandioso se halla siempre en la base de
esta disposición caracterológica (y es un componente importante del self
grandioso patológico), es muy útil, desde el principio, interpretar esta
identificación siempre que sea posible. Esta identificación con un objeto
grandioso y sádico parece, en la superficie, reforzar la autoestima del
paciente protegiendo su sentimiento de superioridad y grandiosidad; en el
fondo, sin embargo, el paciente está sometiéndose a un objeto internalizado que
se resiste a cualquier implicación real en una relación que pudiera ser de
ayuda, un objeto profundamente hostil a las necesidades dependientes y
relacionales reales del paciente.
Este
sistema de referencias arrogante que sustenta la grandiosidad del paciente también
puede expresarse por lo que aparece en la superficie como un síntoma opuesto:
el paciente se declara tan malo, o inferior, o dañado o deficiente, que nada va
a cambiar, que nadie va a resultarle de ayuda. Esta autodevaluación de la
superficie puede de ser totalmente resistente a cualquier esfuerzo por explorar
su irracionalidad, y la actitud de superioridad del paciente hacia el terapeuta
emerge precisamente en el rechazo sistemático que el paciente hace de la
comprensión del terapeuta, en saber mejor que él cualquier cosa que el
terapeuta pueda expresar que vaya contra las manifestaciones de inferioridad
del paciente. Aquí la trampa real para el terapeuta es ser seducido por lo que
superficialmente parece ser una actitud “de apoyo”, un intento de reasegurar al
paciente que no es tan malo, que hay esperanza, que no debería ser tan
pesimista. Este enfoque sólo reforzaría esta transferencia, en contraste con
una interpretación sistemática de la actitud arrogante del paciente de
superioridad respecto al terapeuta, una actitud reflejada en su rechazo
sistemático a explorar su conducta en la transferencia. Obviamente, los
aspectos profundamente masoquistas y autoderrotantes de la sumisión a un
introyecto hostil también necesitan ser explorados sistemáticamente: una
reacción terapéutica negativa siguiendo al sentimiento del paciente de ser
ayudado por el terapeuta puede reflejar esta dinámica en la transferencia.
La
autodestructividad como un importante sistema motivacional
Este
grupo de pacientes presenta lo que, generalmente desde el principio de su
evaluación, impresiona al clínico experimentado como condiciones extremadamente
severas. Estos son pacientes con intentos graves y reiterados de suicidio, de
naturaleza casi letal, intentos que parecen haber tenido lugar “de sopetón”,
pero a menudo son cuidadosamente preparados durante un tiempo, e incluso
alegremente maquinados ante los ojos de sus preocupados terapeutas. Además de
estos intentos de suicidio, la autodestructividad crónica puede manifestarse
también en conducta autodestructiva en lo que por lo demás podrían ser
relaciones amorosas gratificantes, una situación laboral prometedora, la
oportunidad de un ascenso profesional… en resumen, el éxito en cualquier área
crucial de la vida. En ocasiones estos pacientes se ven en consulta en los años
relativamente tempranos de su adolescencia o cuando son jóvenes adultos, cuando
aún tienen por delante muchas oportunidades en la vida. Otros casos vienen en
busca de atención terapéutica mucho después, tras muchos tratamientos fallidos,
con un deterioro gradual de la situación vital del paciente, y una aparente
búsqueda de tratamiento como “último recurso”, lo que puede inducir al
sentimiento –o la ilusión- de esperanza en el terapeuta, quien cree que la vida
del paciente aún puede cambiar. A veces el paciente puede afirmar abiertamente
que está decidido a suicidarse, desafiando al terapeuta para ver si puede hacer
algo al respecto. A veces este reto desafiante alcanza su punto álgido pronto,
incluso mientras se está estableciendo el contrato de tratamiento, cuando el
paciente rechaza comprometerse con ningún acuerdo contractual. Generalmente, el
entorno familiar de estos pacientes muestra traumatizaciones severas y
crónicas, incluyendo abuso sexual o físico, un grado inusual de caos familiar,
o una relación prácticamente simbólica con una figura parental extremadamente
agresiva.
Si
algún rasgo antisocial complica el cuadro, el paciente puede ser engañoso sobre
sus tendencias suicidas, y la falta crónica de honestidad y un tipo psicopático
de transferencia puede impedir cualquier posibilidad de construir una relación
humana con el terapeuta que sea de ayuda. Por ejemplo, una de nuestros
pacientes ingirió veneno para ratas con intenciones suicidas y parasuicidas.
Fue capaz de meter a escondidas el veneno en el hospital, y desarrolló
hemorragias internas. Aunque negaba firmemente ante el terapeuta su consumo
continuado del veneno, sus análisis de sangre mostraban un aumento continuo del
tiempo de protombina. Finalmente, este tratamiento psicoterapéutico tuvo que
interrumpirse, puesto que era obvio que ella no quería o no podía adherirse a
un contrato de tratamiento que incluía como precondición para seguir con la
psicoterapia que dejara de ingerir el veneno. André Green (1993) ha descrito,
en conexión con el síndrome de la “madre muerta”, la identificación
inconsciente con un objeto parental psicológicamente muerto. La unión
inconscientemente fantaseada con este objeto justifica y racionaliza el total
desmantelamiento por parte del paciente de todas las relaciones con objetos
psicológicamente importantes. De hecho, el comienzo de la ingestión de veneno
por parte de esta paciente coincidió con una vista a la tumba de su madre.
Inconscientemente,
el paciente puede negar la existencia de los otros y del self como entidades
significativas, y este desmantelamiento radical de todas las relaciones
objetales puede constituir, a veces, un obstáculo insuperable para el
tratamiento. En otros casos, la autodestructividad es más limitada, siendo
expresada no en una conducta suicida como tal, sino en automutilación severa
que pincha el tratamiento reiteradamente y señala el triunfo inconsciente de
las fuerzas en el paciente que promueven la autodestructividad como un
importante objetivo terapéutico. Dicha automutilación puede dar lugar a la
pérdida de algún miembro o a fracturas gravemente incapacitantes, pero se
detienen justo antes de constituir un riesgo de muerte inmediata.
Caso
4. Una profesora de música en mitad de la veintena consultó tras un grave
intento de suicidio de la que la salvó casi un milagro. Tras haber acumulado en
secreto una enorme cantidad de diversos antidepresivos, sedantes e hipnóticos
que le quitaba a su madre (quien necesitaba medicación crónica debido a
complejos problemas caracterólogicos y depresión), cavó una tumba para sí misma
en medio de un bosque cercano a su casa. Era a principios de invierno, aún
había muchas hojas secas en el suelo. Tras tragar toda su reserva de medicinas,
se tumbó para morir en la tumba, cubriéndose con hojas. Tras tres días de
búsqueda infructuosa por parte de la policía, un último intento en esa área
hizo que un perro de la policía la encontrase aún viva.
Había
abusado crónicamente de las drogas, presentaba depresión caracterológica crónica,
y tenía una historia prolongada de manipulación y deshonestidad en el colegio y
en sus relaciones familiares, a pesar de su alta inteligencia y su gran talento
musical. Clínicamente, cumplía los criterios para un diagnóstico de narcisismo
maligno, es decir, una organización de personalidad narcisista, fuertes rasgos
antisociales y paranoides, y agresión egosintónica (dirigida contra sí misma,
en forma de intentos de suicidio crónicos y severos, y contra los otros, en el
estímulo de la conducta antisocial que podría meterlos en problemas).
Su
padre era un destacado profesor de filosofía en una prestigiosa universidad
protestante, y el gran respeto de que disfrutaba en su comunidad, un importante
centro intelectual del sur, contrastaba llamativamente con la conducta caótica
y poco convencional que ambos padres mantenían en casa. Dicha conducta incluía
que ambos jugaban juntos desnudos en la bañera, al tiempo que invitaban a su
hija adolescente a que se uniera a ellos en la conversación. Su padre le hacía
a su madre “bromas” que tenían una calidad sádica, y disfrutaba compartiendo
este placer con su hija. A los padres les interesaba que su hija mantuviera una
conducta “formal” en el mundo exterior, y que mantuviera en secreto el caos que
tenía lugar en la casa familiar. Relaciones caóticas entre los padres, peleas y
reconciliaciones, rabietas y culpabilización mutua alternando con periodos de
una indiferencia casi estudiada de los padres hacia los hijos.
En
el tratamiento, durante un periodo prolongado, la paciente fue deshonesta
acerca de su consumo continuado de drogas y sus esfuerzos manipuladores por
seducir a profesores de la escuela de música en la que trabajaba para obtener
un grado superior. Una vez que la deshonestidad (una transferencia verdaderamente
psicopática) y las disposiciones subyacentes gravemente paranoides emergieron
con fuerza en la transferencia y pudieron ser elaboradas, finalmente dejó de
percibir al terapeuta como una persona poco fiable, un manipulador deshonesto
(una proyección de su propio self grandioso y corrupto), sino como una persona
que estaba deseando “quedarse” con ella no abandonarla. Sólo entonces ella
comunicó abiertamente el odio que había sentido por él y por cualquiera que
intentara ayudarla.
En
uno de sus sueños, estaba a cargo de una guardia psiquiátrica y había tomado la
decisión de matar a todos los pacientes gaseándolos un día en que todos sus
familiares estuvieran invitados a una fiesta al aire libre. Mientras que ellos
celebraban en el jardín, ella habría matado a los pacientes dentro del
edificio. Durante la primera parte del tratamiento se produjeron varios
intentos de suicidio, y sólo cesaron cuando el origen de su odio, sus deseos de
venganza, y la esperanza desesperada de que el terapeuta no la abandonara pudieron
ser interpretados y reunidos. Esta paciente mejoró drásticamente tras
aproximadamente siete años de tratamiento, con la completa resolución del
síndrome de narcisismo maligno. La elaboración de la transferencia incluyó
periodos de juego sucio y mentiras, tanto en su trabajo como en la
transferencia, forzando al terapeuta a una posición “paranoide” que ella
“diagnosticaba” triunfalmente en las sesiones. La capacidad del terapeuta para
tolerar esta regresión, para permanecer firmemente moral e interpretar
sistemáticamente las defensas de la paciente contra los sentimientos de culpa
en la transferencia, finalmente ganó la batalla.
El
abuso y la dependencia de la droga o el alcohol también pueden expresar
dinámicas inconscientes de este tipo. En pacientes que padecen estas
condiciones, el efecto directo de la adicción tiene que diferenciarse de su
función dinámica. En el contexto de esa agresión predominante y extrema, esa
función puede ser un compromiso decidido con la autodestrucción que bien merece
el nombre de pulsión de muerte. Para pacientes con patología narcisista en
quienes la adicción se perpetúa a sí misma por la fisiología de la dependencia
de drogas, la desintoxicación y la rehabilitación en los primeros estadios del
tratamiento terapéutico puede permitir que la psicoterapia psicoanalítica
evolucione. Donde, por el contrario, la función de las adicciones es expresar
una autodestructividad severa e incesante como objetivo vital, los reiterados
periodos de desintoxicación y rehabilitación demuestran su inutilidad e indican
el pronóstico grave del caso. A veces las adicciones sirven para racionalizar
fracasos en el trabajo o en la profesión que, de otro modo, pueden amenazar la
grandiosidad del paciente: estos casos tienen un pronóstico mucho mejor que
aquellos en los que la autodestructividad incesante es la motivación más
importante.
Caso
5. En un trabajo anterior me he referido (Kernberg, 1975) a una paciente que
desarrolló intensos deseos de que yo le disparara, con la fantasía de que si la
asesinaba estaría vinculado con ella durante el resto de mi vida. ¡En estas
circunstancias, ella podía morir feliz, sabiendo que yo nunca la olvidaría! Hoy
en día, muchos años después, sigo impresionado por cómo me impactó la “lógica”
de esa afirmación entonces, tanto que por un momento no pude encontrar un
argumento para contradecirla. Esta paciente mejoró muy poco a poco, a lo largo de
ocho años de tratamiento, tras elaborar su conducta gravemente masoquista y
haberme tentado más de una vez con interrumpir el tratamiento.
Esta
disposición puede emerger en el esfuerzo incesante del paciente por provocar al
terapeuta hacia una actitud o acción agresivas contra aquél, transformando así
la relación en sadomasoquista. Esta reacción se acompaña normalmente de
esfuerzos desesperados por transformar al terapeuta supuestamente “malo” en
otro “bueno”, por transformar al objeto perseguidor en otro ideal, un esfuerzo
que fracasa a causa de la incesante necesidad del paciente (una compulsión a la
repetición, en realidad) de volver a poner en acto esta transferencia
sadomasoquista. Al contrario que los pacientes cuya motivación primera es un
desmantelamiento total de la relación de objeto, aquí existe un reconocimiento
implícito de que el terapeuta ha intentado ser de ayuda: de hecho, esta
experiencia es lo que desencadena esta reacción terapéutica concreta. Si el
terapeuta no es provocado hasta el punto que en realidad pueda dar lugar a la
interrupción del tratamiento, la interpretación consistente de esta fantasía y
la provocación inconsciente pueden resolver el impasse. Al tratar
interpretativamente con toda esta área de autodestructividad severa y dominante,
debería hacerse el esfuerzo de diferenciar este tipo de relación de otras más
extremas discutidas anteriormente.
A
veces la incesante necesidad de atacar, desvalorizar, y destruirse a uno mismo
aparece de formas duramente indisimuladas. Estos pacientes son perseguidos por
constantes ideas de no ser valiosos, de ser inútiles, estar vacíos o haber
malgastado su vida y no estar interesados en nadie. Son incapaces de obtener
placer consciente de ningún propósito o actividad, incluyendo las experiencias
sexuales. Lo llamativo de estas autoacusaciones y lo que las diferencia de las
autodevaluaciones sobrevaloradas o ilusorias en la depresión mayor, es la falta
de cualquier intento de justificar ante sí mismos estos juicios extremadamente
duros. La irritación y el enfado que estos pacientes muestran normalmente
cuando se les invita a explicar qué los hace sentir tan poco valiosos
contrastan con los esfuerzos de los pacientes deprimidos por convencer a quien
hace el diagnóstico de la razonabilidad de su autodevaluación.
En
la interacción con el terapeuta, dan la impresión de tener una posición
irritable y resentida, en lugar de la tristeza o la desesperación que
caracteriza a las depresiones mayores. Cuando se les señala algún logro o
indicador de mejor funcionamiento en un aspecto de sus vidas, estos pacientes
pueden responder con un ataque airado y denigrante al terapeuta que se atreve a
hacer tal afirmación. En realidad, rechazan y atacan incansablemente a todo
aquel que intente calmarlos o animarlos. Durante mucho tiempo, tienden a
reducir y extinguir sus compromisos laborales, profesionales y sociales,
retirándose a una existencia vacía, monótona y parasitaria.
El
desarrollo gradual y la cronicidad de este síndrome, en contraste con la
naturaleza episódica de la enfermedad afectiva mayor, junto con la ausencia de
síntomas neurovegetativos y/o procesos psicomotores y cognitivos ralentizados,
diferencia esta constelación de los trastornos afectivos mayores. Estos
pacientes normalmente responden ligeramente o nada en absoluto a la medicación
antidepresiva, ni, incluso, al electro shock (cuando se aplica al ver que nada
más parece funcionar). El contraste entre su autodevaluación crónica, por una
parte, y su actitud grandiosa, malintencionada, y derogatoria hacia cualquiera
que desafía sus convicciones, por otra, refleja una grandiosidad y arrogancia
primitivas que forman parte inherente de su estructura de personalidad
narcisista, así como su identificación inconsciente con el abrumador potencial
de una incesante fuerza destructiva (de la cual, al mismo tiempo, son
víctimas). Estos pacientes pueden ser considerados casos extremos de lo que
Cooper (1985) describió como el carácter masoquista-narcisista.
El
tratamiento de estos pacientes es largo y complicado y el pronóstico reservado.
El tratamiento de elección generalmente es una psicoterapia psicoanalítica,
pero debe prestarse atención al beneficio secundario implicado en el
parasitismo social que puede ser parte del síndrome. A menudo es necesario
requerir, como condición del tratamiento, que el paciente se involucre en
alguna actividad, aunque sea tiempo parcial, o preferiblemente a un trabajo de
jornada completa o a un programa de estudios avanzado, junto con un firme
compromiso a acudir regularmente a las sesiones terapéuticas. El intenso enfado
del paciente por cualquier cosa que provenga del terapeuta y pueda parecer
“alentadora” o “de apoyo” suele ofrecer la primera apertura para el análisis de
la transferencia. En ese momento, puede interpretarse el sentimiento
inconsciente de peligro que el paciente tiene ante cualquier relación de objeto
no destructiva: un objeto benigno desafía el poder de la entidad omnipotente,
perseguidora de muerte, que controla la mente del paciente, y es esa entidad la
que le proporciona un sentimiento inconsciente de superioridad como único
significado de la vida.
El
enfoque técnico para todo el grupo de pacientes autodestructivos requiere, en
primer lugar, que nos tomemos muy en serio el peligro de que el paciente
termine por destruirse físicamente. Esta autodestructividad es una amenaza
constante para el tratamiento, haciendo de este peligro un tema selecto en el
trabajo interpretativo desde el principio. El contrato terapéutico negociado
con el paciente pretende establecer las condiciones mínimas para asegurar que
el tratamiento no se utilizará como una “pantalla” que ofrezca al paciente la
libertad o el incentivo para una acción autodestructiva. Esta negociación puede
no ser fácil, puesto que el terapeuta tiene que dejar muy claro que el
tratamiento no continuará si no se cumplen estas condiciones mínimas para
asegurar la supervivencia del paciente. Dichas condiciones pueden incluir, por
ejemplo, que el paciente se comprometa a una hospitalización inmediata si los
impulsos suicidas se vuelven tan fuertes como para que él crea que no podrá
controlaros; o que deje de llevar a cabo conductas específicas que amenacen su
supervivencia.
Una
vez que se han acordado los parámetros del contrato como condición para el
tratamiento, la tentación del paciente de romperlo debe ser planteada por el
terapeuta, con un análisis de la motivación y gratificación inconsciente que
supone esa ruptura del contrato. La actitud triunfal del paciente al amenazar
con interrumpir la terapia, al desmantelar las intervenciones del terapeuta o
en devaluar radicalmente la terapia, debe interpretarse como un esfuerzo
autodestructivo por destruir cualquier relación que pudiera serle de ayuda. El
terapeuta tiene que estar muy atento a cualquier indicación de un enfoque más
honesto hacia él, a alguna indicación de que se está desarrollando dependencia
o a cualquier “atisbo de humanidad” en el paciente que aparezca en la relación
terapéutica. Estos beneficios podrían ser resaltados con el paciente, junto con
el peligro de que pueda estar tentado de destruirlos.
Es
importante no confundir este área de psicopatología con las manifestaciones
clínicas de una auténtica depresión mayor. Una depresión mayor mostraría
indicadores de autodevaluación severa o de ideación autoacusadora; un ánimo
gravemente deprimido que daría lugar a una indiferencia gélida; la reducción de
la expresión psicomotora del paciente; disminución en la capacidad de
concentración; y síntomas neurovegetativos. En presencia de estas condiciones,
el tratamiento para la depresión, incluyendo un uso apropiado de la medicación
antidepresiva (y, en condiciones específicas que compliquen aún más las cosas,
como intención suicida incontrolable, incluso tratamiento electroconvulsivo)
podría ser el tratamiento de elección. Y, por supuesto, la indicación de
hospitalización debe ser urgentemente tenida en cuenta. Este no es el caso para
el grupo de pacientes con la forma extrema de psicopatología narcisista que
estamos describiendo aquí, en la cual las manifestaciones de una depresión
mayor están ausentes y, en su lugar, prevalece una actitud altiva, despectiva,
indiferente, o agresivamente desafiante hacia el terapeuta, cuando no un alegre
disfrute de la supuesta impotencia del terapeuta.
Al
mismo tiempo, el disfrute consciente o inconsciente de su superioridad cuando
se empeña en desmantelar la relación terapéutica puede inducir en el terapeuta
reacciones contratransferenciales de autodevaluación, depresión, retirada o
rechazo enojado del paciente. A veces un compromiso excesivamente ansioso y un
esfuerzo desesperado por ofrecerle al paciente apoyo emocional pueden dar lugar
en el terapeuta a un sentimiento de agotamiento y a un repentino abandono
emocional del paciente que éste puede registrar con satisfacción. Una actitud
emocional óptima en el terapeuta incluiría la autoexploración consistente del
compromiso continuo de uno mismo con el paciente, la voluntad de “resistir” sin
una expectativa excesiva de éxito, y la voluntad de seguir desempeñando el trabajo
tanto como parezca razonable hacerlo, pero no cuando esté claro que no se dan
las condiciones mínimas para la continuación de la psicoterapia.
Esa
disposición emocional óptima por parte del terapeuta puede perderse de forma
temporal, pero, con una exploración continua de la contratransferencia, puede
reinstaurarse mediante una integración exitosa de las implicaciones
objeto-relacionales de la contratransferencia en las interpretaciones
transferenciales. Además, puede ser útil compartir con el paciente la
conciencia y aceptación del terapeuta del hecho de que el tratamiento puede
fracasar, y que el paciente puede acabar destruyendo su vida; de que el
terapeuta podría entristecerse si esto sucediera, pero acepta la posibilidad de
que pueda no ser capaz de ayudar al paciente a superar este peligro dada las
circunstancias del tratamiento. Dicha actitud puede reducir el beneficio
secundario del triunfo fantaseado sobre el terapeuta que, frecuentemente, es
uno de los componentes de las complejas disposiciones transferenciales de los
pacientes narcisistas.
Los
servicios de internamiento especializados para trastornos de personalidad
severos nos permitieron en su día proteger a los pacientes seleccionados de su
conducta gravemente autodestructiva durante el periodo inicial de psicoterapia
psicoanalítica. Lamentablemente, debemos reconocer que, con la desaparición
–por razones financieras- de la disponibilidad de hospitalizaciones a largo
plazo en estos servicios de internamiento de pacientes, algunos pacientes narcisistas
con rasgos autodestructivos y automutiladores extremadamente severos, o con
síntomas antisociales severos pero potencialmente tratables, pueden ser ahora
tratados sólo con enfoques psicoterapéuticos de apoyo cuya eficacia es más
limitada.
Predominio
de rasgos antisociales
Aquí
estamos tratando con la infiltración agresiva del self grandioso patológico,
tanto en casos en los que esto se expresa mayormente en una tendencia
pasiva-parasitaria, y en casos donde toma una forma agresiva-paranoide (en el
síndrome de narcisismo maligno). Todos los casos de trastorno de personalidad
narcisista con rasgos antisociales significativos tienen un pronóstico
relativamente reservado. Los pacientes con el síndrome de narcisismo maligno
están muy en el límite de lo que podemos alcanzar con los enfoques
psicoanalíticos dentro del campo de narcisismo patológico. El siguiente grado
de gravedad de la patología antisocial, la personalidad antisocial propiamente
dicha, tiene un pronóstico prácticamente de cero en cuanto al éxito del
tratamiento psicoterapéutico.
Paradójicamente,
la misma gravedad de la conducta agresiva/paranoide de los pacientes con el
síndrome de narcisismo maligno (siendo su función confirmar el poder y la
grandiosidad del paciente), facilita la interpretación de esta conducta en la
transferencia. La agresión dirigida contra uno mismo –la conducta suicida, por
ejemplo- representa claramente una agresión triunfante hacia la familia o el
terapeuta, o el “rechazo” triunfante de un mundo que no se amolda a las
expectativas del paciente; la conducta parasuicida, automutiladora, puede
indicar el triunfo del paciente sobre todos los demás, que temen el dolor, las
lesiones o la destrucción corporal.
Éstos
son también pacientes que en la situación de tratamiento pueden mostrar el
síndrome de arrogancia en un sentido estricto, la interpretación del cual puede
resolverlo de forma efectiva. Este trabajo interpretativo incluye señalarle al
paciente su intolerancia a su propia agresión intensa y envidiosa, que se
expresa en la conducta o la somatización como un modo para evitar adquirir
plena conciencia de ella. La pseudoestupidez observada en este síndrome, el
desmantelamiento defensivo de razonamiento ordinario y comunicación cognitiva,
defiende al paciente contra la humillante posibilidad de que el trabajo
interpretativo del terapeuta lo alcance de modos importantes. Una curiosidad
anormal por la vida del terapeuta es un modo de controlarlo y de controlar
cualquier fuente de resentimiento envidioso.
La
interpretación consistente del síndrome de arrogancia puede, de hecho, ser un
factor clave en la transformación de la transferencia de psicopática a
paranoide, una transformación que marca el comienzo de la capacidad del
paciente para autoexplorar la agresión primitiva que, de otra manera, tendría
que actuar. Ayudar al paciente a darse cuenta de la naturaleza intensamente
placentera de su conducta sádica hacia el terapeuta y los otros es un aspecto
importante de este trabajo interpretativo. Esto requiere que el terapeuta se
sienta cómodo en una empatía emocional con ese placer sádico; el temor del
terapeuta a su propio sadismo puede interferir con explorar plenamente este
tema con el paciente.
Caso
6. Una mujer a principios de la veintena consultó debido a sus intentos de
suicidio graves y crónicos, colapsos en el colegio, e incapacidad de mantener
relaciones con hombres debido a sus intensos ataques de ira cuando sus demandas
no se satisfacen. Había sido severamente traumatizada por el abuso físico de su
madrastra pero había mantenido una relación ambivalente –amistosa pero
distante- con su padre. Se le había diagnosticado un funcionamiento de
personalidad narcisista en un nivel abiertamente borderline, y presentaba un
síndrome típico de arrogancia en la transferencia.
Durante
nuestras dos sesiones semanales de psicoterapia psicoanalítica, ella se burlaba
consistentemente de mí, imitando mi forma de hablar, parodiando lo que
anticipaba que yo iba a decirle, y a veces pareciendo furiosa por el simple
hecho de verme. Varias veces hizo gestos amenazantes hacia objetos de mi
consultorio, como si fuera a destruirlos o arrojarlos. Su desprecio por mí era
palpable. A pesar de su inteligencia, y de su claro compromiso con el
tratamiento (no faltó a ninguna sesión, incluso durante tormentas de nieve),
las sesiones estaban llenas de estos incesantes ataques y de una total negativa
a escuchar, no digamos a pensar, nada de lo que yo decía. Me percibía como un
papel copiativo de su sádica madrastra.
Al
mismo tiempo, mostraba una curiosidad anormal sobre todos los aspectos de mi
vida, incluyendo mi consultorio, y me espiaba fuera de las sesiones. Se las
arreglaba para conseguir información sobre mi vida privada y mis hijos,
implicándose en actividades que le otorgaban ese conocimiento, y luego me hacía
saber triunfalmente todo lo que sabía sobre mí. Parecía claro que era totalmente
incapaz de tolerar cualquier conciencia de que su intenso odio hacia mí era una
proyección de lo que había en ella, y debido a ese odio proyectado manejaba su
temor mediante el control y la vigilancia triunfantes sobre mí. Yo le señalaba
consistentemente que creía que no se daba cuenta de sus incesantes ataques
hacia mí, porque se expresaban sólo en la conducta y no se acompañaban de la
conciencia de ningún sentimiento. Esto la protegía, le decía, contra el
sentimiento de placer en esos ataques, sentimiento que no se atrevía a
confesarse a sí misma. Esta línea de interpretación aumentó gradualmente su
tolerancia hacia su propio odio, es decir su venganza y, al mismo tiempo, su
identificación con la madrastra abusiva. Finalmente, tras nueve años de
tratamiento, logró una recuperación completa, embarcada en una exitosa carrera
profesional, y estableció un matrimonio satisfactorio.
Paradójicamente,
como he mencionado, la situación es más difícil en el caso de pacientes que
muestran una conducta antisocial pasiva, en el sentido no sólo de la
explotación parasitaria pasiva de los demás, sino de una severa destrucción de
su capacidad para cualquier sentimiento de preocupación o responsabilidad por
las relaciones con los otros significativos. Esta falta de investimento en las
relaciones objetales es distinta de la destrucción activa de las mismas y el
desmantelamiento en el grupo de pacientes que hemos discutido en la sección
anterior, que pueden tener una integración mucho mejor del funcionamiento del
superyó y no muestran una conducta antisocial manifiesta. La irresponsabilidad
crónica en cuanto al tiempo, el dinero y cualquier tipo de compromiso con los
otros, incluyendo el compromiso con la terapia, son sellos de la conducta
antisocial del subgrupo pasivo/parasitario de patología narcisista severa. A
todos nos resultan familiares los pacientes que suelen faltar a sesiones,
llegan tarde, y no pagan sus facturas a tiempo.
Aquí,
más que estar dirigida a individuos, la conducta antisocial puede tomar la
forma de un estilo de vida parasitario incluyendo el recurrir innecesariamente
a la asistencia pública o la ayuda familiar. En el tratamiento uno encuentra,
con estos pacientes, un rechazo crónico de la relación con el terapeuta, a
menudo enmascarado por una superficie de compromiso amistoso y afectuoso que se
convierte en un tema importante en la transferencia, y que con el tiempo puede
convencer al terapeuta de que no hay una relación humana real. La devaluación
inconsciente del terapeuta tiene una cualidad tan egosintónica que incluso su
interpretación puede no conmover al paciente, quien puede creer que el
terapeuta tiene expectativas nada realistas acerca de lo que son las relaciones
humanas y, o bien es deshonesto, o es un loco a quien no hay que tomar en
serio. En contraste con los otros tipos de pacientes difíciles que he
discutido, aquí la manifestación superficial de la transferencia puede parecer
placentera y no agresiva; la profunda tragedia del rechazo o desmantelamiento
de la relación terapéutica potencialmente disponible para el paciente debe ser
sutilmente disfrazada. Aquí el foco terapéutico necesita estar en la
contradicción entre una superficie aparentemente amistosa, calma, y un
absentismo frecuente, compromisos y fechas límite olvidados, y la ausencia de
impacto del trabajo terapéutico. Es importante no confundir este grupo con
pacientes en la siguiente categoría, quien, a pesar de un funcionamiento social
y una organización psicológica relativamente mejores, tienen un pronóstico
sorprendentemente reservado.
La
represión de las necesidades de dependencia como defensa narcisista secundaria
En
contraste con los diversos síndromes y dinámicas discutidos hasta aquí, que
generalmente pueden diagnosticarse en una evaluación inicial cuidadosa, esta
siguiente condición es muy diferente, en tanto que inicialmente parece ser
mucho menos severa que todas las mencionadas hasta aquí y, al menos en mi
experiencia, es muy difícil diagnosticarla al principio del tratamiento. En
cambio, emerge como una complicación que finalmente puede dominar todo el
tratamiento, volviéndolo casi imposible.
Caso
7. Este paciente, un hombre de negocios a mitad de los treinta, consultó a
causa de su hastío crónico, el distanciamiento de su esposa, y la
insatisfacción con su trabajo, aunque se sentía perdido en cuanto a qué otra
ocupación le gustaría desempeñar. Su matrimonio, de 8 años, le ofrecía la
satisfacción de que estaba llevando una vida convencional dentro de su
comunidad, pero la relación con su esposa era distante hasta el punto de que a
él le era indiferente –en realidad lo ignoraba completamente- lo que pasara en
la vida de ella. Había poca información sobre su pasado. Describió a sus padres
como responsables y dedicados, pero tan ocupados en sacar adelante su situación
laboral, siendo recién llegados al país, que tenían poco tiempo para él.
Su
principal queja, de hecho, era que tenía pocos recuerdos del pasado, de su
infancia, del colegio, y que eso era muy desconcertante para él, dado que tenía
una memoria excelente para los temas y los “hechos” del trabajo. El único
síntoma que presentaba, que también lo desconcertaba, era el miedo a las
inyecciones, a ver sangre; se desmayaba si veía un accidente en el que hubiera
cualquier indicativo de daño físico.
Mi
impresión era que este paciente presentaba una personalidad narcisista,
funcionando a un nivel relativamente alto facilitado por severos mecanismos
represivos que desterraban de la conciencia gran parte de su infancia.
Recomendé tratamiento psicoanalítico y el paciente hizo análisis conmigo
durante tres años, tras los cuales, por mutuo acuerdo, cambiamos a una
modalidad de apoyo.
El
tratamiento fue notable por la ausencia de cualquier relación o dependencia
emocionales por parte del paciente. El propio paciente estaba sorprendido de no
desarrollar sentimientos particulares en la transferencia, percibiéndome “de
forma realista” como un “agente” que trataba con su salud mental. Sus
asociaciones, a pesar de todos los esfuerzos interpretativos, permanecían a
nivel superficial, con una trivialización crónica de la comunicación que
llenaba las sesiones. A pesar de mi estado de alerta a las transferencias narcisistas,
no fui capaz de ayudar a este paciente a obtener una comprensión más profunda
de sí mismo. Su experiencia emocional dominante en las sesiones, como en la
vida, era un grado de aburrimiento que aumentaba hasta el punto de que le
resultaba difícil no quedarse dormido. Al final, pasaba una parte importante de
la mayoría de las sesiones profundamente dormido. Desconcertado por este
paciente, consulté con colegas más experimentados, que también se sintieron
desconcertados. El hecho, sin embargo, de que pacientes parecidos a éste
hubieran terminado por mostrar cambios dramáticos tras una elaboración
significativa de su patología narcisista, me mantenía con la esperanza de un
avance que, lamentablemente, no llegó a producirse en este caso.
Tras
un periodo de tiempo en el que no se produjeron más cambios, estuvimos de
acuerdo en terminar, aceptando ambos las limitaciones de la mejoría lograda.
Este
es un tipo de paciente relativamente raro, que generalmente funciona en el
nivel menos severo de psicopatología narcisista, donde la represión y otros
mecanismos de defensa avanzados se han desarrollado lo suficiente como para que
el self grandioso patológico esté bien protegido contra la erupción de la
envidia inconsciente, contra la conciencia de que las relaciones dependientes
son inherentemente humillantes, inferiorizantes y amenazantes. Estos pacientes
muestran una dramática falta de conciencia de su vida psicológica, presentando
a menudo un olvido severo de periodos prolongados de su pasado, de sus sueños
e, incluso, de personas que aparentemente una vez fueron importantes en su
vida. Esto contrasta con la excelente memoria para las operaciones y
acontecimientos pasados profesionales o empresariales. Aunque inicialmente,
debido a su alto nivel de rendimiento, pueden parecer buenos candidatos para el
psicoanálisis, en el tratamiento muestran tal incapacidad para tolerar su vida
de fantasía, para la autorreflexión emocional, para el contacto con las
experiencias mentales preconscientes en general, que las sesiones se vuelven
notablemente vacías y extremadamente frustrantes para el analista.
Mientras
que en la contratransferencia con todos los pacientes narcisistas la tentación
del terapeuta de distraerse durante periodos prolongados, o de dormirse en las
sesiones, puede ser un reflejo de que el paciente trata al analista
inconscientemente como si no estuviera presente, esto puede afectar
particularmente a la contratransferencia con los pacientes en los que nos
estamos centrando aquí. De hecho, estos pacientes pueden sentirse intensamente
aburridos durante las sesiones, dormirse durante largo rato, y luego tener una
gran dificultad en cuanto a cualquier reflexión sobre el significado de haberse
quedado dormidos. Al mismo tiempo, las descripciones de su situación vital
están llenas de interacciones superficiales que niegan implícitamente cualquier
aspecto más profundo de las relaciones.
Se
mencionan pocos casos de estos en la literatura, pero los terapeutas
experimentados reconocen esta constelación en sus pacientes, y el fracaso
relativamente frecuente de sus tratamientos. Algunos analistas experimentados,
al percibir estas manifestaciones, deciden (a menudo con razón) que estos
pacientes no son analizables y les recomiendan métodos de tratamiento
alternativos (no es raro que con otros terapeutas). La psicoterapia
psicoanalítica con estos pacientes tiende a cambiar rápidamente a un enfoque
meramente de apoyo, puesto que la concreción de sus narrativas lleva el foco de
la acción terapeuta a los problemas prácticos de la vida. Un enfoque
psicoterapéutico de apoyo puede ser en realidad el tratamiento de elección para
muchos de estos pacientes que, en muchos sentidos, funcionan adecuadamente si
bien con importantes restricciones en sus relaciones íntimas. Si los síntomas
que presentan son suficientemente leves o restringidos, de modo que no estaría
indicada una modificación importante de su estructura de carácter, un enfoque psicoterapéutico
de apoyo puede ser óptimo. Si hay más problemas severos en el trabajo y en el
ámbito íntimo que limiten su vida de forma significativa, puede merecer la pena
intentar un enfoque psicoanalítico. Dadas sus características clínicas, el
psicoanálisis estándar puede ofrecer una mayor oportunidad que la psicoterapia
psicoanalítica para reducir la resistencia masiva derivada de mecanismos
represivos fuertemente dominantes que refuerzan y protegen las defensas
narcisistas más profundas contra sus necesidades de dependencia.
Defensas
contra la incapacidad de concebir que el terapeuta tenga una vida mental
consistente
Es
probable que esta constelación defensiva enormemente compleja pueda detectarse
y resolverse sólo en el curso del tratamiento psicoanalítico propiamente dicho,
permaneciendo eclipsada en la psicoterapia psicoanalítica de los pacientes
narcisistas, donde la intensidad de las transferencias primitivas de escisión
domina las sesiones. Lo que gradualmente llama la atención al analista de estos
pacientes durante mucho tiempo es la alternancia entre relaciones emocionales
con el analista claramente contradictorias, al tiempo que el paciente permanece
llamativamente despreocupado por la naturaleza extremadamente contradictoria de
sus disposiciones emocionales en la transferencia y es, aparentemente, incapaz
de responder aumentando su interés o su reflexión acerca de los esfuerzos
interpretativos por resolver la naturaleza defensiva de esta disociación.
Caso
8. Por ejemplo, un paciente consideraba al analista o “extremadamente
brillante”, o “estúpido”, o “totalmente indiferente”, o “corrupto”, o
“políticamente partidista”. Este paciente suponía inmediatamente que el
analista se había dormido si permanecía en silencio durante un tiempo, mientras
que otras veces se quejaba de los comentarios demasiado intensos y penetrantes
del analista respecto a los fallos y defectos del paciente. La exploración por
parte del analista de cualquier estímulo plausible para estas reacciones
cambiantes reveló que ninguna de estas relaciones emocionales tenía base en la
realidad. Por ejemplo, el que el paciente considerase al analista el “pensador
más brillante” se expresaba en su insistente deseo de que el analista lo
ayudara con consejos concretos relativos a problemas políticos o de trabajo,
sobre los cuales el paciente tenía, obviamente, al menos tanta información y
conocimiento –si no más- como el analista, lo que hacía que esas peticiones
fueran absurdas. De forma similar, la exploración de la experiencia que el
paciente tenía del analista como políticamente partidista, retrasado,
indiferente o deshonesto dio lugar al reconocimiento final –aunque sólo
momentáneo- por parte del paciente de que estas percepciones eran fantasías no
realistas. Sin embargo este reconocimiento fluctuante de la naturaleza
fantástica de estas percepciones no influyó en ellas en absoluto, y regresaron
regularmente durante muchos meses.
Finalmente,
quedó claro que el paciente estaba tratando al analista como si no tuviera vida
interna permanente, como si no tuviera una relación consistente, estable y
continua con el paciente. El analista, en resumen, era como un robot que tenía
sentimientos aislados, brillantez mental o deterioro mental, deshonestidad, ira
o indiferencia. Al mismo tiempo, el paciente se percibía a sí mismo como
constantemente cambiante, de modo que la corriente de sus comunicaciones
verbales en las sesiones le parecía también una conducta mecánica como de robot
con escasa relación con su vida. La interpretación consistente de la
identificación proyectiva implicada en este proceso permitió su resolución sólo
tras muchos meses de trabajo analítico. Finalmente, pudo elaborar esta
fragmentación total de su experiencia de sí mismo y del analista, logrando una
capacidad para la auténtica dependencia que permitió, poco a poco, que este
análisis evolucionara hacia una terminación satisfactoria. Esta situación puede
formularse en términos de la descripción de LaFarge del “imaginador” y lo
“imaginado” (2004), representaciones mentales que reflejan la visión que el
paciente tiene del analista y su percepción de la visión que el analista tiene
del paciente. De hecho, un foco consistente en la incapacidad de este paciente
para concebir al analista como una persona con una vida interna arrojó una
angustia intensa que aumentaba gradualmente, llevando, en último lugar, a un
conjunto enteramente nuevo de complejas experiencias transferenciales. La
caótica descripción que el paciente hace de su relación con ambos padres,
llamativamente similar a los tipos alternativos de desarrollos transferenciales
mencionados anteriormente, podían verse ahora como una defensa intensa contra
las capas más profundas de las relaciones internas con ellos no disponibles
conscientemente. Este desarrollo transferencial relativamente infrecuente tiene
que diferenciarse de las defensas narcisistas ordinarias frente a la envidia,
la alternancia entre la idealización y la devaluación característica de las
transferencias narcisistas, y las tormentas transferenciales aisladas de las
personalidades narcisistas que funcionan a un nivel claramente borderline. La
sutileza de los prolongados desarrollos transferenciales claramente
contradictorios, inmutables, mutuamente excluyentes, puede quedar clara a lo
largo un periodo de tiempo prolongado. Pueden ser la causa oculta de largos
impasses psicoanalíticos y, si no se resuelven, limitan gravemente los logros
del tratamiento psicoanalítico. La atención a ese desarrollo y que el analista
se pregunte en qué medida el paciente está interesado en construir en su mente
una visión consistente de la personalidad del analista, puede ayudar a resaltar
este problema antes y facilitar su elaboración.
Pronóstico
general y consideraciones terapéuticas
Podemos
resumir brevemente los rasgos pronósticos negativos más importantes que emergen
en esta categoría global de pacientes narcisistas “casi intratables”: beneficio
secundario de la enfermedad, incluyendo parasitismo social; conducta antisocial
severa; gravedad de la autoagresión primitiva; abuso de las drogas y el alcohol
como problemas de tratamiento crónico; arrogancia generalizada; intolerancia
general a una relación objetal dependiente; y el tipo más grave de reacción
terapéutica negativa. La evaluación inicial cuidadosa y detallada del paciente
facilita la evaluación de estos rasgos pronósticos. Por ejemplo, al considerar
la naturaleza de la conducta antisocial, es importante elucidar la medida en la
que corresponde a conducta antisocial simple y aislada en un trastorno de
personalidad narcisista sin otras implicaciones pronósticas negativas
importantes, o a una conducta parasitaria y pasiva severa, crónica, que aumente
el beneficio secundario de la enfermedad; si lo que se presenta es un síndrome
de narcisismo maligno o, más importante aún, si nos enfrentamos a una
personalidad antisocial propiamente dicha, sea del tipo pasivo parasitario o
del tipo agresivo. En ocasiones, la conducta antisocial puede estar
estrictamente limitada a las relaciones íntimas, donde expresa agresión y
vengatividad, especialmente cuando se acompaña de rasgos paranoides. Esto puede
ser de especial importancia cuando la conducta se dirige hacia el terapeuta en
la transferencia; en ocasiones, puede crear tal riesgo para el terapeuta que
puede no ser aconsejable intentar el tratamiento bajo esas circunstancias. Esta
dinámica puede verse en pacientes cuya actuación agresiva, vengativa, toma la
forma de conducta litigante contra los terapeutas: pueden iniciar un litigio
contra un primer terapeuta mientras que idealizan al segundo, a quien
“reclutan” para reparar el daño ocasionado por el primero, sólo para terminar
demandando al segundo mientras transfieren con un tercero, etc. Puede no ser
sensato aceptar a un paciente de este tipo para un tratamiento psicoterapéutico
intensivo mientras que estén abiertos procesos judiciales que impliquen a otra
terapia. Algunos pacientes con síndrome hipocondriaco, propensos a acusar a los
terapeutas de no haber reconocido la gravedad de ciertos síntomas o
enfermedades somáticos, pueden estar relacionados con este grupo. En el caso de
pacientes con intentos de suicidio crónicos, es extremadamente importante
diferenciar la conducta suicida que corresponde a la gravedad auténtica de una
depresión, de la conducta suicida como “modo de vida”, no vinculada a la
depresión, y típica del trastorno de personalidad borderline y del trastorno de
personalidad narcisista (Kernberg, 2001). Aquí la naturaleza diferencial de los
intentos de suicidio puede ser extremadamente útil para diagnosticar el caso
del paciente.
La
eliminación o reducción del beneficio secundario de la enfermedad es uno de los
aspectos más importantes y, con frecuencia, más difíciles del tratamiento,
especialmente al establecer el contrato inicial y un marco de tratamiento
viable. Los parámetros del contrato ofrecen la seguridad de que el marco
acordado protegerá a ambas partes (así como a las pertenencias y situación
vital del terapeuta) de la actuación de los pacientes durante el tratamiento.
En el curso de la psicoterapia psicoanalítica de pacientes con organización
borderline de la personalidad -esto incluye a los pacientes que he explorado
aquí- la emergencia de regresión severa en la transferencia es prácticamente
inevitable, y con frecuencia adopta la forma de intentos de desafiar y romper
el marco terapéutico. Frente a cualquiera de estos desafíos, la seguridad
física, psicológica, profesional y legal del terapeuta tiene precedencia frente
a la del paciente. Esto significa que mientras que el terapeuta debe asegurar
la seguridad del paciente estableciendo un contrato y un marco de tratamiento
que los proteja a los dos, la seguridad del terapeuta es una precondición
indispensable para que sea capaz de ayudar al paciente. Esto podría parecer obvio
o trivial si no fuera porque a menudo los terapeutas son seducidos a
situaciones de tratamiento en las que su seguridad está en riesgo. El contrato
debe especificar las condiciones, distintas para cada caso, que si no se
cumplen por parte del paciente supondrían la discontinuidad del tratamiento. Si
es necesario, estas condiciones deben reiterarse como parte de los acuerdos de
tratamiento y luego, como he dicho, ser inmediatamente interpretadas en cuanto
a sus implicaciones transferenciales.
Resumamos
las indicaciones que he presentado para el tratamiento diferencial. Para los
casos más leves de psicopatología narcisista, un enfoque psicoterapéutico
psicoanalítico focalizado o, incluso, una psicoterapia de apoyo focalizada
puede ser el tratamiento de elección; sólo si se garantiza la gravedad de la
patología de carácter estaría indicado el psicoanálisis estándar. El
psicoanálisis estándar sería el enfoque tratamiento para el segundo nivel –o
intermedio- de gravedad y posiblemente para ciertos casos del espectro severo
de pacientes narcisistas que funcionan en un nivel manifiestamente borderline
quienes, por razones individuales, pueden ser aptos para ese tratamiento. Sin
embargo, para la mayoría de los casos de patología narcisista que funcionan en
un nivel manifiestamente borderline, o con patología antisocial severa, la
psicoterapia psicoanalítica especializada que hemos desarrollado en el Weill
Cornell Medical College, es decir, la Psicoterapia Focalizada en la
Transferencia (TFP) se recomienda como tratamiento de elección (Clarkin,
Yeomans y Kernberg, 2006). Cuando no pueden reunirse las precondiciones
individualizadas para ese tratamiento en el establecimiento del contrato
inicial (Clarkin, Yeomans y Kernberg, 1999), un enfoque psicoterapéutico
cognitivo-conductual o de apoyo puede ser el tratamiento de elección.
En
general, una modalidad psicoterapéutica de apoyo basada en los principios
psicoanalíticos es la indicada para casos en que la necesidad de “autocura” del
paciente es tan intensa que se descarta cualquier dependencia; en esos casos,
el consejo y asesoramiento activo en una relación de apoyo puede ser mucho más
aceptable para el paciente (Rockland, 1992). Cuando no puede reducirse el
beneficio secundario severo, limitando así en gran medida el pronóstico del
paciente con un enfoque analítico, puede ser útil una psicoterapia de apoyo
basada en la mejoría de los síntomas predominantes y sus manifestaciones en la
conducta. En los casos con rasgos antisociales severos que requieran una
información continua de fuentes externas y control social, la neutralidad
técnica puede verse demasiado afectada como para llevar a cabo un enfoque
analítico, y sería preferible un enfoque de apoyo. Para pacientes que, como
consecuencia de la prolongada enfermedad, hayan padecido una regresión severa a
la incompetencia social, que hayan “quemado todos los puentes” tras ellos,
haciendo mucho más difícil una adaptación realista a la vida, un enfoque
psicoterapéutico de apoyo puede ser preferible a la modalidad psicoanalítica.
Ésta última los enfrentaría con el reconocimiento, extremadamente doloroso, de
haber destruido gran parte de sus vidas: aquí es muy importante el sutil juicio
empático del terapeuta respecto a lo que el paciente puede ser capaz de
tolerar.
Es
necesario tener en mente que antes de que el saber psicoanalítico avanzara en
la comprensión de la psicopatología del narcisismo patológico y nos ayudara a
desarrollar técnicas específicas para tratar analíticamente con estos
pacientes, el pronóstico era mucho más limitado para un número mucho más alto
de pacientes de lo que lo es hoy en día. Los nuevos desarrollos en psicoterapia
psicoanalítica para casos de trastorno de personalidad narcisista donde el
psicoanálisis estándar pareciera estar contraindicado, han mejorado
significativamente nuestro armamento terapéutico. Los continuos intentos de
explorar los casos en los límites de nuestro entendimiento psicoanalítico y
capacidad de ayudar actuales deberían ampliar el rango de pacientes que podemos
tratar con éxito. Dada la elevada prevalencia de este tipo de patología y sus
severas repercusiones sociales en muchos casos, ésta es una tarea importante en
este momento para el investigador y el clínico psicoanalítico.
Fuente:
"The almost untreatable narcissistic patient" fue publicado
originariamente en The Journal of American Psychoanalytic Association, 55:
503-539 (2007)
Bibliografía
Bion,
W R. (1967). Second Thoughts. Selected Papers on Psychoanalysis. New York:
Basic Books.
Clarkin,
J.,Yeomans, F, & Kernberg, O. (1999).Psychotherapy for Borderline
Personality. New York: Wiley.
(2006).
Psychotherapy for Borderline Personality: Focusing on Object Relations.
Washington, DC: American Psychiatric Press.
Cooper,
A. (1985). The masochistic-narcissistic character. In Masochism: Current
Psychoanalysic and Psychotherapeutic Perspectives, ed. R.A. Glick & D.1.
Meyers. Hillsdale, NJ: Analytic Press, pp. 117-138.
Green,
A. (1993). On Private Madness. Madison, C T: International Universities Press.
Hinshelwood,
R. D. (1994). Clinical Klein. London: Free Association Books.
Kernberg,
O.F (1975). Borderline Conditions and Pathological Narcissism. New York:
Aronson.
___
(1984). Technical aspects in the psychoanalytic treatment of narcissistic
personalities. In Severe Personality Disorders: Psychotherapeutic Strategies.
New Haven: Yale University Press, pp. 197-209.
___
(1992). Psychopathic, paranoid, and depressive transferences. International
Journal of Psychoanalysis 73:13-28.
___
(1997). Pathological narcissism and narcissistic personality disorders:
Theoretical background and diagnostic classification. In Disorders of
Narcissism. Diagnostic, Clinical, and Empirical Implications, ed. E.F.
Ronningstam. Washington, DC: American Psychiatric Press, pp. 29-51.
___
(2001). The suicidal risk in severe personality disorders: Differential
diagnosis and treatment. Journal of Personality Disorders 15:195-208.
Koenigsberg,
H.W, Kernberg, O.F, Stone, M.H., Appelbaum, A.H., Yeomans, Fe., & Diamond,
D. (2000). Borderline Patients: Extending the Limits of Treatability. New York:
Basic Books.
LaFarge,
L. (2004). The imaginer and the imagined. Psychoanalytic Quarterly 73:591-625.
Levy,
K.N., Meehan, K.B., Weber, M., Reynoso, J., & Clarkin, J.F (2005).
Attachment patterns in borderline personality disorder: Predictive and
prescriptive psychotherapy implications. Psychopathology 38:64-74.
Rockland,
L. H. (1992). Supportive Psychotherapy for Borderline Patients: A Psychodynamic
Approach. New York: Guilford Press.
Rosenfeld,
H. (1987). Impasse and Interpretation: Therapeutic and Antitherapeutic Factors
in the Psychoanalytic Treatment of Psychotic, Borderline and Neurotic Patients.
London: Tavistock Publications.
Spillius,
E.B., ED. (1988). Melanie Klein Today. Developments in Theory and Practice. 2
vols. London: Routledge.
___
& Feldman, M., EDS. (1989). Psychic Equilibrium and Psychic Change.
Selected Papers ofBetty Joseph. London: Tavistock/Routledge.
Steiner,
J. (1993). Psychic Retreats. London: Routledge.
Stone,
M. H. (1990). The Fate of Borderline Patients. New York: Guilford Press.