El caso de Wölfli nos
ayuda a entender los orígenes de la creatividad... Nos hace darnos cuenta
extraña pero crecientemente de que muchos de los síntomas de la enfermedad
deben ser apoyados porque ayudan a aflorar el ritmo con el cual la naturaleza
trata de recobrar cosas que le fueron enajenadas.
Seguramente no es
casualidad que en estos tiempos la muestra más interesante que se vio en Nueva
York en lo que va de este año es de la obra de una persona diagnosticada como
poseedora de una locura incurable. Adolf Wölfli (1864-1930) vivió recluido en
la famosa clínica Wartau en Suiza durante 35 años, desde 1895 hasta su muerte
en 1930. Durante ese período produjo casi 30.000 páginas para una serie de
libros profusamente ilustrados que incluyeron unos 3.000 dibujos y collages.
Algo menos de 200 fueron exhibidos en el American Folk Art Museum. Es la
muestra más grande del trabajo de Wölfli que se haya hecho en EE.UU.
Wölfli, un obrero
humilde, fue diagnosticado con esquizofrenia después de varios roces con las
autoridades a raíz de pequeños robos, pero más que nada por tratar de violar
niñas. Abandonado por un padre alcohólico a los cinco años, perdió a su madre a
los nueve; imposibilitado de casarse con la mujer de sus sueños a los 18 por
los prejuicios clasistas de los padres, Wölfli utilizó la segunda parte de su
vida para refugiarse en un mundo delirante extremadamente bien organizado. Sus
primeros dibujos (de 1899 a 1903) no fueron apreciados y terminaron perdidos.
Las notas de uno de sus médicos en ese período describen esos dibujos como
“cosas muy estúpidas, una mezcla caótica de notas, palabras e
imágenes..."1. Poco después, sin embargo, Wölfli comenzó a recibir apoyo
de su siquiatra, quien eventualmente escribió un libro sobre él2. Con el tiempo
su obra adquirió gran prestigio y fue incluido en la prestigiosa Colección
Prinzhorn, mereció la adoración de André Breton y los surrealistas, fue usada como
paradigma para la colección Art Brut de Jean Dubuffet, y en 1972 fue incluida
en la Documenta V por Harald Szeemann. Hay evidencia de que Wölfli pensaba en
un público para su obra. Aunque trabasjaba con materiales baratos (papel
periódico y papel kraft), era un detallista en términos de la presentación.
Encuadernaba sus páginas con cuidado y planeaba publicaciones y exposiciones.
Diferenciaba claramente entre sus “libros” y las obras que denominaba “obras
para pan”, dibujos más simples y con más color que utilizaba para trueques por
lápices y cigarrillos.
La biografía de Wölfli y
el reconocimiento que logró su obra ponen sobre el tapete una vez más el tema
del arte enajenado producido fuera de los cánones artísticos aceptados
normalmente (outsider art, en el habla inglesa). A cierto nivel, parece
totalmente correcto el clasificar a Wölfli como un artista enajenado: fue
certificado como enfermo mental por expertos, y su obra fue producida en
condiciones de aislamiento social. A eso se agrega el hecho de que no tuvo
formación artística y de que no tuvo contacto directo con otros artistas. Pero,
aunque el perfil del enajenado es perfecto, la situación que emerge no es tan
clara.
Dubuffet y muchos otros
utilizan el concepto de enajenamiento como una etiqueta afirmativa que sirve
para subrayar la frescura y la ingenuidad que perciben como ausente en el
trabajo de los artistas que se preocupan por las modas del mercado. (En un
momento dado, Dubuffet retiró a su amigo y protegido Gaston Chaissac de su
colección de Art Brut porque carecía del “suficiente rigor en la distancia con
respecto a los círculos culturales")3. En ese sentido, la etiqueta sirve
como un lente que enfoca sobre las desviaciones estéticas con respecto al
mercado.
El primer interés en la
obra de Wölfli surgió por la coincidencia con la nostalgia de los artistas
modernistas de principio del siglo XIX que buscaban la inocencia y una forma de
ver las cosas sin la contaminación de las afectaciones y los prejuicios de la
sociedad capitalista industrial. Concomitante con esto estaba el hecho de que
la predominancia de las habilidades académicas en el arte se estaba
convirtiendo en anatema. La idea de que el entrenamiento realista es una
condición previa e imprescindible para la creación artística estaba siendo
reconsiderada seriamente. La conjunción de ambas cosas abrió las puertas para
que los artistas de la entonces vanguardia admiraran y envidiaran el arte de
otras culturas. El arte africano sirvió de inspiración al cubismo, el arte de
los mares del sur fue estudiado por los expresionistas. En este contexto, el
arte de los “otros” que vivían dentro de la sociedad, locos y niños, se
convirtió en un centro de atención. Klee, por ejemplo, se fascinó con el arte
infantil (se quejaba de que la absorción de obras más desarrolladas corrompía
la creación de los niños) y veía el arte de los “enfermos mentales” como “un
fenómeno paralelo”. Rilke, en una carta a Lou Andreas-Salomé describe lo que
consideraba como aportes que las enfermedades mentales contribuyen a la
creatividad, y utiliza a Wölfli como ejemplo: “El caso de Wölfli nos ayuda a
entender los orígenes de la creatividad...Nos hace darnos cuenta extraña pero
crecientemente de que muchos de los síntomas de la enfermedad deben ser
apoyados porque ayudan a aflorar el ritmo con el cual la naturaleza trata de
recobrar cosas que le fueron enajenadas”.
Con este trasfondo se
puede ver que Walter Morgenthaler, el psiquiatra en la clínica Wartau que se
atrevió a calificar a Wölfli como artista, estaba actuando dentro del contexto
de su momento histórico. Lo mismo se puede decir de Hans Prinzhorn. Ambos
psiquiatras percibían la correspondencia de los repertorios formales que había
entre la expresión así llamada “patológica” con lo que producía la vanguardia
del momento. Y no fue solamente la intelectualidad progresista la que entendía
esta correlación. Otros, como Paul Schultze-Naumburg, usaron el paralelo con el
fin de denigrar el arte moderno. Su libro más infame, Kunst und Rasse (Arte y
raza, 1928), aporta la fundamentación teórica para el concepto nazi de “Arte
degenerado”.
En realidad, el
reconocimiento otorgado a Wölfli y otros revela una contradicción. Por un lado,
la admiración de críticos, directores de museos, coleccionistas y entendidos en
general rescató el arte de los enfermos mentales y demostró que es válido,
interesante y mercantilizable. Pero este reconocimiento siempre fue codificado
dentro de un reconocimiento de “otredad”. Documenta V, bajo la dirección del
curador suizo Harald Szeemann en 1972, fue probablemente la primera exposición
mayor que dio un papel preponderante a los residentes de manicomios (entre
ellos, Wölfli). Szeemann dedicó la exposición al “cuestionamiento de la
realidad”, cosa que sugería la posibilidad de una inclusividad genuina. Y en
uno de los ensayos introductorios para Documenta V, Theodore Spoerri, un
psiquiatra de Wartau (y esposo de Elka Spoerri, curadora de la presente
exposición), dio una base teórica —aun si no explícita— a esta inclusividad. En
su texto, Spoerri destaca la dificultad de diagnosticar las enfermedades
mentales basándose solamente en el trabajo artístico de una persona. A pesar de
todo esto, Documenta V terminó mostrando la producción artística de los
recluidos en una sección separada. Es allí en donde encontramos la
contradicción: si ese arte merece consideración, ¿por qué molestarse en hacerle
un cerco y tratarlo como enajenado? Klee alertó claramente sobre este problema
cuando declaró que en relación con el arte había que rechazar la palabra
“desequilibrado"4.
Para ayudar a entender el
tratamiento del arte enajenado vale la pena notar cómo las corrientes
hegemónicas incorporan zonas nuevas como burbujas discretas, gozando la
efervescencia, pero no permitiendo su disolución. No es muy distinto a lo que
sucedió con la moda del “multiculturalismo”. Uno u otro fueron utilizados para
refrescar y rejuvenecer el arte hegemónico, pero manteniendo una barrera sutil
con respecto a la otredad. Muchas veces la apreciación es superficial y
oportunista. Los surrealistas, por ejemplo, para quienes la expresión visual
era una forma de exhibicionismo, fueron seducidos por lo que veían como
“irresponsabilidad”, y copiaron ideas y procesos del arte enajenado para que el
espectador se convirtiera en voyeur.
Hay muchas razones
prácticas para estar incómodos relegando a artistas que puedan tener un
desequilibrio mental al nicho del enajenado. El caso de Wölfli es un ejemplo. A
pesar de su aislamiento social, Wölfli no era ajeno al concepto de una
audiencia para su trabajo y demostraba preocupación por la logística necesaria
para la comunicación. En la propia clínica su trabajo no era considerado como
de interés fundamentalmente médico. Si lo hubiera sido, hubiera requerido el
mismo tratamiento confidencial de los demás archivos médicos. No le faltó
reconocimiento en vida, y como se comenta en el catálogo, su imaginería
anticipó etapas del desarrollo futuro del arte moderno. El caso de Wölfli
demuestra lo poco preciso que es endilgarle la etiqueta de “enajenado” a un
artista en particular.
Hay también problemas
teóricos. De entrada, la frontera entre la normalidad y la enfermedad mental es
sumamente porosa. Peter Gorsen5 caracteriza a nuestra sociedad capitalista, en
la forma en que está obsesionada con los logros, como un campo patógeno que
facilita la proyección de significados sobre obras generadas en estados de
autismo y otros estados aceptados como pertenecientes a enfermedades de la
mente. Gorsen también destaca cómo las psicodrogas de moda incorporan
experiencias de desequilibrio en lo que consideramos normalidad, de hecho
expandiéndola. Para Gorsen no existe una “individualidad normal o sana” que
pueda servir de referencia para medir claramente la anormalidad. Spoerri nota
que las estadísticas no apoyan la noción de que el arte del enfermo mental
merezca un tratamiento distinto al del arte normal. Solamente 2% de los
pacientes de manicomio hacen arte, y la mayoría de éstos están diagnosticados
médicamente como esquizofrénicos. Esto, a su vez, sugiere que puede existir una
conexión entre la creatividad artística y la esquizofrenia, cosa que no es lo
mismo que decir que los enajenados mentales hacen arte enajenado. Spoerri
continúa hablando de un triángulo formado por: 1) la experiencia de una
situación, 2) el resultado plástico generado por esta situación y 3) la
interpretación de ese resultado por el observador. Y nota, además, que este
modelo es válido, no importa el grado de salud mental del creador. Coherente
con esto, cuando Spoerri analiza la obra de Wölfli en relación con su condición
médica, evita las discusiones formales y basa su análisis en la correlación
entre imagen y biografía.
Siempre es difícil lograr
una definición precisa de normalidad, y el problema se agrava dado el continuo
cambio de los valores sociales. El comportamiento que dentro de un contexto es
patológico, en otro, bajo diferentes circunstancias y con otras expectativas,
se convierte en normal. Por ejemplo, la resistencia a dar muerte que se
manifiesta en los estudios sobre el comportamiento humano durante acciones de
combate en las guerras, se fue erosionando por medio de la educación y los
medios masivos de comunicación. Un libro reciente sobre el tema documenta el
incremento en la eficiencia de combate del ejército de EE.UU. en las décadas
entre la Primera Guerra Mundial y la Guerra del Golfo en 1991. Lo que parecía
una revulsión “normal” en contra de matar al enemigo por parte de los soldados
más jóvenes, se fue eliminando a través de manipulaciones sociales6.
Cuando el comportamiento
sociópata —como el dar muerte sin vacilación o arrepentimiento— se convierte en
comportamiento normal, tenemos una forma de locura colectiva, pero imposible de
ser diagnosticada desde adentro. Una de las lecciones del siglo XX es
justamente que los seres humanos tienen la capacidad de sufrir locuras
colectivas, y cuando la colectividad está loca, la locura es atribuida al ser
normal. En la era de la Unión Soviética, una de las soluciones para la
disidencia política era el diagnóstico de desequilibrio mental y la internación
en una institución psiquiátrica. En la China de Mao fueron internadas enormes
cantidades de ciudadanos con el propósito de “reeducación”. Más recientemente,
los críticos del gobierno de Bush en EE.UU. son acusados no solamente de falta
de patriotismo y traición, sino de lunáticos. En Venezuela, la Sociedad de psiquiatría
acusó al gobierno de Chávez de abusar mentalmente al pueblo y exigió de “los
personajes fundamentales de la conducción de la nación que asuman su compromiso
histórico de revertir [la situación] con hechos inmediatos, pues si no se
llevarán consigo y para siempre, la responsabilidad de las irreparables
consecuencias en la salud emocional de un gentílico generoso y bueno que no lo
merece"7.
Si el uso de la
clasificación de arte enajenado o de outsider art es tan confuso, ¿por qué lo
utilizamos? ¿Es que la categoría intensifica nuestra interacción con la obra?
¿O nos permite otra distancia? ¿Qué valor tiene la distinción?.
Mirando la obra de
Wölfli, sorprende inmediatamente lo intrincado de su obra, su rigor y su toque
personal. Grandes páginas de papel periódico están llenas de imágenes y de
formas geométricas —monocromáticas en los primeros años, coloridas más tarde—
que se curvan y arremolinan en diseños que sugieren la posibilidad de simetría,
sin llegar a lo mecánico y lo predecible. Los dibujos de Wölfl son visualmente
suculentos gracias a su atracción obsesiva hacia el barroquismo. El trabajo
incorpora elementos narrativos y decoraciones que llevan al espectador a
considerar analogías crudas con las miniaturas persas y con los dibujos de los
Shakers. Dada lo prolífico de su obra, es notable que Wölfli no se repite. Por
un lado está la coherencia dada por la dedicación de una vida entera al
proyecto; por otro lado, hay variaciones de textura, movimiento e iconografía a
lo largo del transcurso del tiempo, en forma que recuerda los niveles
inventivos de William Blake.
Un análisis cuidadoso de
los dibujos de Wölfli abre varios caminos para dar curso a la imaginación del
observador. Donde uno puede encontrar calor y energía en la brillantez del
diseño, otro siente la frialdad de la acumulación decorativa de pequeñas caras
con círculos negros en lugar de ojos. Uno podría quedar fascinado con los
significados alegóricos de cientos de versiones de la faz del reloj. Para
otros, la forma elíptica que frecuentemente emerge en distintas formas en el
centro de las páginas de Wölfli se convierte en vagina y obliga a una
reconsideración de las primeras impresiones. La calidad de estas diferencias
sugiere que la “ajenidad” de la obra de Wölfli se convierte en una etiqueta
innecesaria para la apreciación y que, peor aún, puede interferir con la
libertad de la imaginación del espectador, impidiendo la posibilidad de una
lectura independiente.
Se podría argumentar que
en la obra de Wölfli hay una calidad obsesivo-compulsiva ya que, agregado al
tamaño increíble de su producción, hay una precisión en los detalles que delata
una inversión de tiempo y esfuerzo. Pero Wölfli no es el único artista con
estas características y su producción prefigura la obra de artistas
contemporáneos considerados “normales” e importantes como los son Hanne
Darboven, Roman Opalka y muchos otros. No son estos aspectos en la obra de
Wölfli los que difieren del arte que uno normalmente ve en las galerías.
La diferencia más notable
entre Wölfli y la mayoría de los artistas no se relaciona a la iconografía sino
al hecho de que durante el transcurso de su vida Wölfli construyó un universo
mucho más ambicioso, complejo, y abarcador que el de sus colegas considerados
normales. Concibió una estructura casi perfecta para organizar su obra: más de
cuarenta y cinco volúmenes encuadernados tan cuidadosamente planeados que era
capaz de ubicar y correlacionar con precisión cualquier dato dentro de las
decenas de miles de páginas. La colección de volúmenes comienza con De la cuna
a la tumba, continúa con la serie Libros de notas geográficas en donde
documenta viajes imaginarios que suceden en una multiplicidad de niveles
(geografía terrestre, espacio intergaláctico, posesiones materiales y el
tiempo), y culmina con la obra no finalizada e intitulada Marcha Funeral.
Narrativa, inventarios, aritmética, ilustración, notación musical, utiliza
todo. Su ambición parece haber sido la de abarcar y organizar todos los
aspectos que pueden tener importancia en la vida humana. No es una tarea
insólita, es lo mismo que James Joyce trató de lograr en su Ulises.
La narrativa de Wölfli
trata tanto de la memoria como de una visión deformada por sus deseos, los
cuales incluyen la compra de estrellas distantes y su propia canonización como
San Adolfo II. Hace inventarios de los objetos que aparecen en sus dibujos,
incluyendo herramientas, instrumentos musicales, legumbres, objetos mecánicos y
edificios. Sus anotaciones matemáticas generalmente se refieren a los cálculos
de los intereses producidos por un capital hipotético en su posesión, que se
proyecta en sumas astronómicas. Frecuentemente sus dibujos ilustran sus textos,
pero también incluye collages hechos con recortes de revistas, sugiriendo
conexiones entre el pasado y el presente. Las profusas anotaciones musicales
—la Marcha Funeral tiene 3080 páginas— muchas veces se refieren a las imágenes
que utiliza en los collages. Se basan en sistemas numéricos, sonidos fonéticos
y notas que se transcriben en una forma casi tradicional (utiliza seis líneas
en lugar del pentagrama). El músico neocelandés Graeme Revell trató de
interpretar la música de Wölfli y produjo un disco compacto interesantísimo,
aun cuando (como advierte el propio Revell) nadie puede garantizar la fidelidad
con respecto a las intenciones del compositor. Revell se esforzó en respetar
las instrucciones del artista con respecto a los instrumentos tal cual aparecen
en las ilustraciones de los textos, y también incluye instrumentos de viento.
Con éstos intenta aproximarse al único instrumento que Wölfli tenía a su
disposición en Wartau, una corneta de papel a través de la cual proyectaba los
sonidos que hacía con la boca. Es comprensible que, dada la falta de claridad
en las instrucciones de Wölfli, no haya música en la exposición. Pero al
recorrer la muestra uno extraña la banda de sonido y la fabricación de Revell
hubiera enriquecido la apreciación. El riesgo mayor de una exposición de la
obra de Wölfli es que uno puede confundir sus dibujos con meras postales que
aluden a un viaje. Esto distrae del hecho más real y conmovedor que al ver la
obra uno está participando en la única oportunidad posible de un viaje
asombrosamente rico, y que está siendo llevado de la mano por el propio Wölfli.
Es un viaje que nunca habríamos sido capaces de concebir o de emprender sin su
ayuda. Una musicalidad más explícita nos habría acentuado las ambiciones de
esta obra épica extraordinaria.
Es posible que hoy todos
estemos atrapados en una dinámica centrífuga y enferma, en un proceso de
lanzamiento hacia fuera, como una nueva forma de normalidad. El hecho es que,
por el momento, la etiqueta de arte outsider como un lente para ver el arte o
como una inspiración para hacerlo, parece anacrónica, torpe y derrotista. Si la
abandonamos, seguramente notaremos que no nos hace falta, a menos que nuestra
mirada esté enfocada en el mercado, en el cual las etiquetas son esenciales
para la creación de categorías que generen lucro. Wölfli claramente nos ayuda a
trascender todo esto y a recuperar una perspectiva sana.
Por: Luis Camnitzer Artista
uruguayo, profesor emérito de Suny College at Old Westbury.
Notas:
1. Elka Spoerri, “Adolf Wölfli, Artist/Builder”, The
Art of Adolf Wölfli: St. Adolf-Giant-Creation, American Folk Art Museum, NY,
2003, p.16. La exposición en el American Folk Art Museum, NY, fue
del 25 de febrero al 18 de mayo de 2003, y en el Milwaukee Art Museum,
Wisconsin será del 18 de setiembre al 12 de diciembre de 2004.
2. Walter Morgenthaler, Ein Geisteskranker als
Künstler: Adolf Wölfli, E. Bircher, Bern-Berlin 1921; traducido al inglés:
Madness and Art: The Life and Works of Adolf Wölfli, University of Nebraska
Press, 1992.
3. Henry-Claude Cousseau, “Origins and Deviations: A
Short History of Art Brut,” Art &Text no.27, p. 20. De
hecho, no es clara cuál era la condición mental de Chaissac. Fue un autodidacta
y estuvo recluido por un tiempo, pero por sufrir de tuberculosis. La colección
de Art Brut también incluía artistas naïf, de manera que la salud de Chaissac
podía no ser tan importante. Es interesante notar que la muestra Parallel
Visions, un estudio comparativo de artistas modernos y enajenados, excluyó a
propósito la obra de Van Gogh porque, como dice Maurice Tuchman (el curador) en
su introducción, Van Gogh nunca fue inspirado por el arte enajenado. Por otro
lado, el trabajo de Antonin Artaud de alrededor de 1940 fue incluido porque
desde entonces “fue enajenado”.
4. En una crítica de la
exposición de Der Blaue Reiter, citada por Reinhold Heller, “Expressionism’s
Ancients,” Parallel Visions, Los Angeles County Museum of Art, 1992, p.78.
5. Peter Gorsen, Kunst und Krankheit, Europäische
Verlagsanstalt, Frankfurt, 1980, pp. 103-104.
6. En su libro On
Killing, el teniente coronel Dave Grossman señala que durante la Segunda Guerra
Mundial la efectividad letal de los soldados individuales era de entre 15 y
20%, durante la Guerra de Corea subió a 55%, y en la Guerra de Vietnam llegó a
estar entre el 90 y el 95%. Las técnicas de entrenamiento y el condicionamiento
pavloviano ayudaron a esquivar todos los filtros, tanto racionales como
irracionales, que normalmente impiden que el individuo se dedique a la agresión
sin límites.
7. “La Sociedad
Venezolana de Psiquiatría y sus ex presidentes, se dirigen a la nación”,
documento leído a la prensa en el Hotel Caracas Hilton, 7.4.02.